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Historias mínimas: Irse

Entonces el cartel. Con probable letra de mujer, estampado en el vidrio, en medio de la nada. Había ahí, en esa esquina, entre Alberdi y España, justito en el vértice, un kiosco. O, como le dicen ahora, un Maxi Kiosco, o sea un kiosco grande.

Ahora está en el pasado. Por ahora en el pasado reciente, en el ayer nomás. Hasta hace pocos días, estaba en el pasar, en esa pasada propia con que se instalan o se abren los kioscos. Para que el cliente pase, entre, compre y se vaya. No es, el kiosco, un No-Lugar, al estilo de los aeropuertos y las estaciones de ómnibus. El No-Lugar está hecho de la más completa ajenidad. El kiosco, a pesar de lo efímero y de lo pragmático por el uso que le aplica el cliente que llega hasta él, crea otros vínculos. Ni tan profundos como un bar ni tan duraderos como una modista. Pero algo crea y algo deja.

Todo esto para decir que eso que ayer estaba, hoy ya no es. Sin embargo, ese no es el punto nodal, porque si hay algo que podemos detectar sin margen de error como el gen de la época es la sustancia volátil de la que está hecha. Nada dura demasiado.

Lo que importa es -gran tema gran- cómo se decide el adiós. La forma más que el fondo. Porque, precisamente, la forma hace al fondo. That is the question.

Y la forma está en el cartel. No sabemos nada de la historia de este kiosco. Ni quién era el dueño, ni cuándo abrió sus puertas, ni por qué razón ya no está. No sabemos si le aumentaron el alquiler, si el comerciante decidió cambiar de rubro, si se hartó de la picadora de carne que resulta la dinámica de ese trabajo. Sí tenemos en claro algo importante. Lo sabemos por ausencia: no hay traslado. No hay mensaje de mudanza.

Entonces, otra vez, el cartel. Esas tres palabras que definen una despedida antes de levantar campamento. Hay un gesto que va más allá de la cortesía comercial (algo que por otro lado escasea bastante aun en comercios exitosos). Hay un sesgo de honesta gratitud. Uno lee y dice: Pucha, ojalá le vaya bien. Uno, que entraba de pasada, en ese minuto que lleva la compra de algo, agradece esa forma de irse. Ojalá todos pudiéramos, a la hora del adiós, irnos así de lo que fuera: de un comercio, de un libro, de un amor, de una ciudad, irnos con esa sencilla dignidad, con ese gesto de gratitud por lo vivido.

No siempre se puede. Casi nunca se puede.

El dueño del kiosco de San Lorenzo y España pudo hacerlo. Escribió: Gracias a todos. Y se fue.

De nada, campeón.

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