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El pino

Entonces, hace cinco meses, el gobierno municipal decidió el lugar donde se habría de implantar la escultura del padre Raúl Troncosco, un cuadrado cercano al paseo de las celebridades en los jardines del Palacio.

Se lo eligió demarcar, digamos, botánicamente. Mientras la escultura avanzaba en su realización se plantaron cinco pinos. Uno en cada vértice y el quinto en el centro exacto del cantero, allí donde una vez terminada si iba a colocar la estatua. Ese pino empezó a crecer aún con cierto mayor vigor que el resto, más altivo y presente, como si supiera que su estancia allí iba a ser pasajera y circunstancial: una vez que la escultura estuviera terminada, el pino sería mudado a otro espacio de los Jardines.

El pino, en suma, crecía como árbol pero también como metáfora del cura que una vez llegado a Tandil, desde la simiente de la tierra, hace algo así como cuarenta años, casi invisible, silencioso pero tenaz, empezó a forjar el vigor de su tallo, la generosidad de su follaje, casi inadvertido en el otoño donde comenzó a levitar entre el cielo y la tierra.

Es probable que mientras intentaba ganar altura -a la par que la escultura entraba en el proceso final de su creación-, se haya convertido en uno de esos pinos que nadie ve, o que, mejor dicho, que todo el mundo aprecia cuando ya ha crecido. Pero para quienes solían mirarlo en el día a día desde que fue plantado, el pino estaba en la plenitud de su acontecer, y de su crecer.

Todo esto que cuento ocurrió hasta ayer. Apenas se disolvió la niebla del amanecer y todas las flores y todas las plantas y todas las estatuas de los jardines del Palacio despertaron a la mañana vestidas de un sol tibio pero madrugador, bañadas por la luz blanquecina que espejaba el cielo, incluidos, vitales, felices, los cuatro pinos esquineros del cantero, apenas se instaló el alba y se supo La Peor Noticia para el Mejor Papa, apenas el llanto del mundo empezó a caer en lentas lágrimas de desasosiego sobre la tierra atónita, en ese mismo instante el pino se secó. Y ahí está, como lo podemos ver, y cada cual podrá pensar lo que quiera, lo que desee, lo que le venga en el ánimo y en las ganas, pero, como se sabe largamente, las plantas, las flores, los árboles, no se secan porque sí, porque se les antoja, porque un día deciden dejar de vivir.

El pino donde habrá de implantarse la estatua del padre Raúl Troncoso se dejó ir, en su mutación amarillenta, en su fragilidad súbita, en su infancia enmudecida, en su pesadumbre quieta, en su sollozo dorado, en su decisión irrevocable, como si la tristeza también le hubiera arrebatado la alegría que nos inspiraba y la sombra que nunca dará.

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