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Selfie

Cuando uno pide que le devuelvan el siglo XX, entre otras cosas es por esto: la banalidad que disparó el uso de la tecnología en la especie humana. Hay que tener muy mal gusto -un gusto horrendo- para hacerse un selfie con el ataúd del Papa Francisco de fondo.

No sé cuántos somos los que estamos reclamando la devolución de un siglo perdido. No hay nostalgia en la demanda. Ni siquiera melancolía. No hay un reclamo por la juventud -la nuestra- extinguida, ni porque no hubo música ni escritores mejores que en el siglo pasado (Beatles, Queen, Charly, Kafka, Faulkner, Borges y decenas de etcéteras). No es eso. Es, para decirlo de un modo elegante, la náusea del siglo XXI, la náusea que Sartre debería escribir ahora.

Porque, ¿cómo asimilar esta selfie? ¿Habrá alguno que la defienda? El otro día, para deslizarnos hacia temas menores pero con el celular agarrado como un garfio a la mano humana, alguna gente debatía lo que parece de sentido común: si vas a ver un artista, en vivo, una celebridad, un artista al que con suerte podrás ver por única vez en tu vida, ¿cómo te vas a pasar todo el recital con el celular en la mano? De acuerdo: lo grabás, como si no hubiera un solo video del tipo. De acuerdo, lo grabaste vos, en tu celular, y lo mirabas por la pantallita... ¡en vez de verlo con tus ojos! Argumento: me llevé grabado el show de fulano de tal, fui testigo de esa noche, lo vi y lo grabé. ¿Y el disfrute de sólo verlo, de sólo escucharlo, de sólo tenerlo ahí, de cuerpo presente, con el corazón en la mano y no -en la mano- el Garfio IPhone?

Resulta que además (era esto lo que se discutía en la mesa de café) llega el final del show. Finish. Y claro, llega el momento del estadio a oscuras, un ritual. Entonces miles de espectadores aplican la función linterna en su garfio y así aparecen las lucecitas. Pueden descargar sobre este escriba su procedencia paleolítica, su legítimo espíritu cavernario, pero hace cincuenta años, queridos, el final de las miles de lucecitas titilando en la oscuridad era la brasa del cigarrillo que cada uno de los espectadores elevaba al cielo o la llama del encendedor. Metáfora: El fuego era verdadero. Y algo que deberían pensar muy bien: a todos los artistas de verdad, desde los más célebres a los más anónimos, les enferma el teléfono celular en sus shows. Googlen y lo verán.

Ir a un recital y pasarse dos horas filmando al artista por el que pagaste una fortuna para verlo con la lente del Garfio IPhone es una partecita más de este siglo insípedo, donde la gente cuando habla grita y donde nadie se escucha, y donde además el deporte preferido es hacerle escuchar a todo el mundo por altavoz pilas de audios infernalmente insoportables.

Ayer y hoy, en los dos primeros días del nuevo Bar Ideal, se comentaba el grueso sonido de las voces de los parroquianos que llenaron el bar, la reverberancia coral, polifónica, que subía de las mesas al techo, como si fuera un fenómeno nuevo. No lo es en absoluto. Pasé mi infancia y juventud en el bar, siempre su acústica fue la de un bodegón, y nada ha cambiado a pesar de los cambios. Esto quiere decir que ahora -entre los sonidos del Garfio IPhone y la gente que habla a los gritos, el tumulto se ha multiplicado al doble. Es una cuestión de época que no tiene solución.

Entre los millones de selfies que se hacen a diario he visto dos que son insustancialmente aterradoras. Una, de un tipo en el acceso de Auschwitz, símbolo del campo de concentración de la Alemania nazi en Polonia donde fueron asesinados miles de judíos. La otra selfie es ésta, la que ilustra la nota. Una mujer joven que en el colmo del yoísmo le sonríe a su celular con el fondo del Papa Francisco muerto en el cajón. Más patético, abominable y banal no se consigue.

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