ÚLTIMO MOMENTO
-¿Qué pasó acá?
Eso me pregunta Mario, que se fue hace cuarenta años de la ciudad y volvió no por placer ni por nostalgia, sino para ir a un velorio. Se había muerto una amiga y quiso despedirla. Volvió, entonces, y se encontró con dos muertes: la de su amiga y la de la ciudad que conoció.
-En serio, no reconozco nada -dice.
Y no. Pero, ¿cómo medimos la distancia de cuatro décadas? En relación a la historia son, casi, dos generaciones. Doscientos años tiene la ciudad, diez generaciones la habitaron desde que Rodríguez levantó el fuerte.
Sin embargo, en relación a una biografía personal, cuarenta años es mucho tiempo. Es tanto tiempo que uno puede sacar la cuenta de todas las cosas que hizo -y deshizo- en el devenir. Para empezar algo no menor: la decisión de irse o quedarse. Mario se fue a Buenos Aires y allá completó lo que todo el mundo en semejante recorrido: se casó, procreó, se separó, envejeció.
Con las ciudades pasa algo por el estilo. El tiempo también las cambia. Hasta hacerlas, como quien dice, irreconocibles. Se va reinventando cada día, por goteo, y en el cambio de época y de costumbres su pasado se transforma en un pastiche de capas geológicas superpuestas, una tierra sumergida.
Mario me pide caminar, como si buscara replicar en ese acto, el vagabundeo lento en el tiempo del otoño, lo mucho que caminamos la ciudad cuando éramos jóvenes. Caminábamos no sólo porque nadie de nosotros tenía auto, sino porque esa era la cifra de nuestra generación: caminar. De la casa al colegio, al bar, al boliche, a los recitales, a las casas de los amigos, a donde fuera, siempre iba a ser caminando.
Y mientras andamos él va con aire ensimismado, algo absorto, más como un viajero que como uno de los que aquí nacieron y un día se fueron: como queriendo interpretar los jeroglíficos de la modernidad allí donde en su memoria habita, arcaico, confuso y algo lívido por el peso de la ausencia, el pasado.
Me pide que lo acompañe. Quiere ver la casa de su madre, es decir su infancia. Vamos por Centenario (hoy Fuerte Independencia) y cruzamos Avellaneda. Tres pasos más allá se vislumbra la fachada. Ahora la casa parece una muralla, tiene rejas y la chapa de un negocio de alarmas que ya no está más. Está tentado de tocar timbre, ¿para decir qué?
Entonces recuerdo una frase de El entenado, la novela de Juan José Saer, que cité como acápite en mi novela Lo pendiente: "El momento presente no tiene más fundamento que su parentesco con el pasado". Mario, tal vez para conjurar los fantasmas, me dice que tiene ganas de tomar un café. Le digo que si volvemos al centro un lindo bar nos está esperando. El bar de nuestra juventud, le digo, como preparándolo para la sorpresa. Y allá vamos, caminando.
Fotografía: gentileza El Eco de Tandil.
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