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Tres nombres

La costumbre empezó, más o menos, a mediados del siglo pasado y un poco antes también. Las casas solían exhibir uno o dos nombres en la fachada. Uno, el del constructor que la había levantado; el otro era por opción: el propietario bautizaba a la casa con un nombre propio o con el homenaje a un tercero a partir de un nombre real o de fantasía.

El nombre del constructor era una obligación que le imponía el Municipio. Datar el apellido era algo así como hacerse cargo de la obra. Hay muchísimas casas de la ciudad donde todavía se conservan los nombres de los constructores o maestros mayores de obra que entre los años treinta y a los setenta, muchos de ellos inmigrantes (y en su mayoría italianos), le estamparon su nombre a la vivienda. Con ese acto cumplía con la ordenanza pero también le imprimía a su apellido una marca de agua, un sello calificado.

Resulta más difícil entender el otro nombre, cavar en el hondo abismo de la memoria urbanística y rastrear cómo empezó esa costumbre de darle un nombre a la casa, y, a modo de patente, hacerlo saber al barrio, a la ciudad, al que anduviera por ahí, estampándolo con una tipografía casi siempre sobria, en letra cursiva, sobre la pared del frente, cerca de la puerta de entrada.

Esas marcas de identidad se han ido extinguiendo con el paso de la topadora, es decir con el cambio de cara de la ciudad. El nuevo siglo, entre muchas transformaciones, trajo las nuevas formas constructivas donde a nadie (o casi nadie) se le ocurre bautizar su casa con el nombre de algún ser querido. Entre los nombres de fantasía más lindos - en una vieja casa que aún existe, en Constitución al 500- es el de "Villa Hilda", la casona que hasta su muerte habitó doña Hilda Equiza, la madre del pediatra "Cacho" Equiza, y don Vicente Equiza, recordado director técnico de los planteles de fútbol del Club Independiente. Son pocas las casas que sobre Constitución, entre Centenario (actual Fuerte Independencia) y Rodríguez zafaron de la piqueta. Pero si hay algo que distingue a las casas con nombre es su identidad de casa barrial, de familias de trabajadores, casas austeras pero sólidas, muchas de las cuales aún se mantienen firmemente en pie.

Grilli, Concetti, Giancarlo, Torcillo, Tripodi, Metilli, los Terni, los Tangorra, son algunos apellidos de aquellos constructores descendientes de italianos que con más asiduidad supieron estampar sus nombres en esas viviendas y otras edificaciones que empezaron a extenderse, con el crecimiento de los barrios, más allá de las cuatro avenidas.

Hace unos días tropecé con una de esas casas, sobre calle Uriburu, a metros de los tilos de Colón. Atravesaba los últimos días antes de la casi segura demolición. Y no había dos nombres sobre su fachada sino tres. El de la casa, Alicia, el del constructor, Terni Hermanos, y el del encargado del proyecto y ejecución de la obra: Marcelo Basualdo. Es un típico chalecito construido entre las décadas del 60 y 70 sobre el que le habían caído la desgracia del tiempo (que todo lo envejece) y de la ausencia: pocas cosas son tan desoladoras como una casa cerrada y abandonada. Otra cuestión había detenido su cuenta regresiva hacia los escombros: un cartel que colocó el Municipio anunciando que la obra estaba paralizada.

Ese cartel, esas dos palabras tan cargadas de un presente discontinuado, de esa quietud forzada por alguna cuestión burocrática incumplida, tienen a la casa que guarda el tributo a la ignota Alicia (nombre, por otra parte, muy usual del siglo pasado) con la realidad suspendida: es lo único que parece estar vivo en medio de lo que ya no es, de lo que ya dejó de ser, de ese chalecito que alguna vez fue el orgullo de sus dueños y del tipo que lo construyó.

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