Historias VOLVER
Uno tiene que desearla. Uno al menos debe haber pasado el día pensando en ella, en su silueta, perfecta, que se nos ofrece, recostada, sobre un lecho blanco y circular.
La costumbre de los años la han mutado en fetiche de nuestras miradas. Algunos, los intimistas, se la llevan a casa. Otros somos rigurosos con el ritual de visitarla en el templo de calle Alem. La ceremonia es austera. Un mozo, Rubén, de puro formal, nos pregunta si deseamos verla. Es una interrogación retórica: no hay quién se resista a tal epifanía. Al rato, Rubén la deja sobre la mesa y uno la mira como si hubiera visto a la Gioconda, esa piba que sonreía como diciendo vaya a saber qué.
Una vez sobre el plato uno tiene que bajar su mano a la mesa y tomarla con dos dedos. El pulgar y el índice. No cometer el desatino de asirla con una servilleta (un rincón en el infierno se reserva al que cometa tal herejía). Hay que tomarla suave, como si se tratara de la espalda de una mujer o de la cintura de la luna.
Enseguida debemos levantarla del plato sin que pierda su altivez y situarla a diez centímetros de la boca. Y soplar. El soplido debe ser un aire sutil, moderado, como para enfriar apenas la tersa piel bañada en el aceite donde hace instantes nomás ha sabido navegar, ella, como una barcarola amasada con laborioso amor desde su centro al repulgue, barquito a la deriva entre las tibias olas de maíz ensimismado, como un sortilegio de olivo, flotando en la espuma para que la sartén no sea una sartén sino el redondo mar de donde ha de salir como una sirena de catorce centímetros de alto, exquisita e impávida a todas las miradas.
Luego del moroso soplido sobre su cuerpo caliente, debemos volver a insuflar de aire los pulmones, de modo tal que la brusca inhalación nos traerá su aroma exacto, preámbulo olfativo de lo que ocurrirá tras el punto y coma; uno la llevará a la boca, la colocará perpendicular al mundo y a la mesa, para que en el exacto momento que los dientes la corrompan, ella deje caer el líquido néctar de los dioses sobre un plato pequeño, movimiento que permitirá que ese jugo tibio e insomne no manche su corbata, ni su camisa, ni ninguna cosa terrenal, con ese río de carne enamorada que huele a cebolla sin lágrimas y morrón minucioso.
Uno la devora sin más, en tres bocados felices, pero cuando llega al final, cuando de la empanada sólo queda su último fragmento, entonces nos inquieta la pregunta de siempre, puntual tras el deseo: de qué materia está hecha tan pequeña maravilla, dónde están las manos de la abuela que la concibieron entre cantos secretos, rituales y cosmogonías.
Uno no tiene la respuesta y es mejor que así sea: triste destino le espera a aquel que intente profanar el hermético silencio de tres generaciones de cocineras. Nadie podrá descifrar el misterio de su luz original destellando para siempre en el paladar del universo.
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