Historias VOLVER

Papas puerta a puerta

Cuatro golpes a la puerta, fuertes, secos, in crescendo del primero al último. No tener timbre (mejor dicho, no haberlo arreglado nunca desde que habito esta casa) implica eso: que el que llega tenga que enfrentarse al dilema: golpes en la puerta o palmas. Aplaudir a la nada es un gesto algo vago, algo que siempre incomoda. De modo que el que llegó, en acuerdo con este hábito, no aplaude. Toca la puerta. Abro. Es un tipo retacón, de bombachas de campo. En la calle quedó una rastrojero con el motor regulando.

-¿Papas, maestro? -dice.

Tendría que decirle la verdad: que no sé cocinar. Que, a lo sumo, me las he ingeniado para meter unas papas cortadas al horno, los domingos, para acompañar la carne.

-Le agradezco -digo.

El petiso, como si no escuchara, va por su segunda estocada, a ver si acierta. La oferta de la bolsa. Es imposible, aunque quisiera hacerlo, que yo pueda comparar. No tengo idea cuánto sale un kilo de papas. Vivir solo implica eso: comprar tres, cuatro papas, para el domingo. Que acompañan al vacío (hoy carísimo), a la falda deshuesada (que también está cara), o a la marucha (que nunca me convenció del todo).

Pero, el poco conocimiento de la papa del cliente al que le ha tocado la puerta, le juega en contra al vendedor a domicilio. Seguramente me está ofreciendo un ofertón, lo cual no me impide responderle de muy buen modo con la lógica más absoluta: ¿qué hace un tipo que vive solo y sólo consume papas los domingos -y no todos- con una bolsa de papas de por lo menos 20 kilos, como doscientas papas que ahora, embolsadas, aguardan en la vereda?

-Está bien -dice el tipo y lanza la tercera opción-. Tengo cebolla -dice y señala la caja de la rastrojero.

Y acá aparece el peor pecado que puede cometer un hombre, precio que pago desde el tiempo inmemorial en que descubrí que no me gusta la cebolla. Se lo digo así, de corrido, naturalmente, tal como lo vengo diciendo cada vez que sale el tema, cuando me invitan a comer o lo sea. No me gusta la cebolla. Y el tipo responde con la misma sorpresa y, casi, la misma indignación con que la especie humana ha decidido castigarme por los rechazos de mi extraño paladar.

-¿Cómo que no le gusta la cebolla?

Y antes de que me salga con una tercera opción le extiendo mis otros pecados capitales: ni la cebolla, ni el ajo, ni el morrón, ni la espinaca, y para frenarme con la nómina de lo intragable el petiso, con el ceño arrugado, decide rendirse no sin cierta espontánea reflexión.

-Qué estómago delicado, amigo. ¡No sabe todo lo que se está perdiendo!

Como la puerta ha quedado entreabierta, el tipo pispea el televisor encendido con la noticia restallando en cadena nacional. Lo miro, pienso qué pensará de todo esto ahora que la historia está escrita. Le informo, entonces, que Cristina fue condenada.

-¿Va en cana? ¡Qué quiere que le diga! Yo tengo que seguir vendiendo papas...

APORTA TU PENSAMIENTO

Los comentarios publicados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de sanciones legales.

Últimas noticias

Artículos

Zapatos

28/04/2021

leer mas

Historias

"Bon o Bon", a pedido

08/05/2021

leer mas