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Escrito en la pared

Un tipo que se llama Emiliano y tiene una cuenta en Twitter sube una fotografía, la que acompaña esta nota. Dice que ayer sacó un viejo botiquín del baño de su casa, rompió un poco la mampostería de la pared y se tropezó con un mensaje de amor escrito hace casi 60 años.

El hecho, mínimo, casi microscópico frente a las descomunales y portentosas noticias de estos días (el balcón que superó a Ionesco, los misiles entre Israel e Irán), está ahí, develado, descubierto, vívido frente a los ojos, como si alguien, en la doméstica arqueología de una reforma hogareña nos hubiera tendido un atajo, un desvío, para encontrar en ese acto, en esa huella imperceptible, que es una huella humana, pues es la mano que escribe, un poco de aire fresco.

El hallazgo remite al lenguaje y el lenguaje, como no podía ser de otra forma, al sentimiento. Y a las preguntas. Nos preguntamos qué habrá pasado por la cabeza de Héctor Irineo Gómez aquel 24 de agosto de 1968 para tomar una lapicera y escribir con su caligrafía impecable y sin ninguna falta de ortografía una frase que leída desde el presente -pero con toda la potencia que le irradia el pasado histórico- suena a eco testamentario, a legado que subraya dos cuestiones que a menudo tomamos como opuestas: la pobreza y la felicidad. Porque en la frase hay eso, pobreza declarada y felicidad elocuente, ambas sostenidas por un tercer elemento para nada menor: la fortaleza.

Porque ese día el hombre escribe en la pared: "Yo, Héctor Irineo Gómez, escribo estas líneas el día sábado 24 de agosto de 1968 previo momento de colocar el botiquín, mi querida esposa, doña María Rosa Maida de Gómez no está porque salió a hacer mandados, no tenemos mandaderos. Somos pobres pero somos fuertes, trabajadores, y gozamos de buena salud, gracias a Dios". Esto mismo: somos pobres pero fuertes.

La escritura es invencible. Lo sabe Sarmiento cuando escribe en la quebrada de Zonda, huyendo a Chile y en francés (para que no lo entiendan, para encarajinarle la vida a sus enemigos: On ne tue point les idées, su célebre "Las ideas no se matan". Y también lo sabe para sí, lo atesora como un diamante, un anónimo argentino llamado Héctor Irineo Gómez, que en la interioridad blindada de la cápsula del tiempo deja estas cinco líneas con su firma al pie, como si estuviera rubricando un documento.

Pregúntenle al Chatgpt y a todas las versiones de la IA a ver si puede escribir esta maravilla, (la belleza de lo simple), a ver si se banca narrar para la posteridad, que es donde sobreviven los grandes textos, si tolera -en el tiempo del yoísmo y el narcisismo de las redes sociales- concebir este acto de amor para nadie. Un texto que no será viral, ni fue hecho para la tribuna, ni para la tele, ni para vender un jabón, ni se corresponde con la escritura de la intimidad de un diario personal. Escribir para uno y (tal vez) para ella, como hizo Héctor, para él y para María Rosa, su mujer, un día de 1968, con el pulso firme sobre la pared del baño, en la inminencia de lo más truculento: la colocación de un poco de cemento y un botiquín que diluirá el mensaje, tapándolo, sustrayéndolo de la mirada de los otros. Solo para ellos dos, o -a lo sumo- como mero testimonio hacia el futuro, por si algún día, cincuenta o cien años después, una mano se le ocurría retirar el botiquín que ya era una antigüedad para que aparezca la frase, la potente frase que inspiró esta nota.

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