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A lo de Braico en Buick

Por la vereda de Chacabuco va a llegar a la esquina de 25 de Mayo, y una vez allí, erguido sobre el cordón, va a mirar a ambos lados de la calle, primero a la derecha, luego a la izquierda, la cabeza oval rotando, mecánica, sobre el cuello largo, y apenas ponga un pie en el empedrado para cruzar, en la penumbra de la noche verá dos cosas en simultáneo: el inmueble de la esquina y el automóvil. Ambas llevan nombre propio: Braico y Buick, respectivamente.

Entonces el flashback. Porque hasta ayer nomás, piensa nuestra personaje, ese automóvil más de colección que de calle no estaba ahí y esa esquina viajaba rumbo a la piqueta, como tantas otras propiedades demolidas sin piedad. Sin embargo, en el cartel cuya blanca luminosidad reverbera contra el verde de la pared y la negrura de la noche, son esas seis letras que componen un apellido mítico para el barrio, el apellido que nadie -a pesar de los muchos años- olvidó. Braico está otra vez allí, como tantas mañanas y tantas tardes del siglo pasado, de esas décadas que parecen la infancia del mundo, la del cincuenta, la del sesenta, la del setenta, cuando un barrio se vanagloriaba de esa condición primera y total de identidad.

Braico, para las nuevas generaciones que leen sin entender un pito la deriva de nuestro personaje (que recordemos venía caminando por Chacabuco y de golpe, como si fuera cine, entró en el pasado), Braico, decíamos, fue un inmigrante italiano que se convirtió en la institución de Chacabuco y 25 de Mayo, él y con él su despensa y frutería, y la Chevrolet "Brava" anaranjada estacionada en la calle, y el fantasma de Alberdi, del prócer Juan Bautista Alberdi cuya máxima de "gobernar es poblar" coincidió con la necesidad de los Braico, en Italia, y de tantos otros que bajaron de los barcos y construyeron la Gran Épica del siglo veinte argentino: la épica de la inmigración.

Pero Braico no fue el único y porque no hay historia que de alguna manera -también por el hilo de oro de la inmigración- no se emparente con otra, tenemos entonces al Buick, gallardamente estacionado en ese lugar que ahora luce repleto de gente. Porque basta echarle un vistazo a Míster Wilkipedia para conocer la historia de David Dunbar Buick, que fue un inventor que nació en Escocia en 1899, pero que también se dejó llevar por las aguas del migrante hasta recalar en Detroit y fundar lo que por excelencia se conoce como una de las marcas de automóviles de lujo más famosas de los Estados Unidos (actual grupo General Motors).

De modo que mientras nuestro personaje cruza la calle viaja en reversa al siglo del Tandil de los años felices, a la felicidad doméstica de los vecinos que cada día entraban a lo de Braico, que disfrutaron de su afecto y de su confianza, de la sagrada libreta del almacenero, de la yapa venerable, y fueron construyendo el sólido vínculo que funda la memoria. Sin embargo, la realidad manda: don Braico está muerto hace algo así como dieciséis años. Entonces, ¿qué hace su nombre en el letrero y en su esquina de siempre? ¿Y el Buick?

En este punto del relato aparece un tercer nombre, que se suma a Braico y a Buick, el de Martín Yapur. Como sabemos, el paisano Yapur se dedica a la gastronomía y vaya a saber qué musa le sopló al oído la idea de refundar esa esquina devolviéndole su marca de origen, su nombre eterno. Y así le alquiló la propiedad a los hijos de Braico e inauguró, anoche, un local de sandwichería y picadas. Lleva el nombre de Braico, a la manera de un celebratorio homenaje, y se suma a la oferta gastronómica de la ciudad. En cuanto al espléndido Buick, no cualquiera tiene un auto así en la ciudad. Dicen que el dueño tiene la heladería de 14 de Julio y Avellaneda, en diagonal al Hotel Hermitage, y seguramente él era uno de los invitados a la inauguración.

Braico y el Buick, un solo corazón.

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