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Ayer caí en la cuenta de uno de los grandes secretos acerca del éxito de la serie El Zorro. Fueron, como se sabe, apenas 78 capítulos divididos en dos temporadas, realizadas en 1957, de treinta minutos cada capítulo, en tiempos de la televisión en blanco y negro.
Si observamos sin mucha lupa resulta sencillo advertir que la estructura de la saga hizo escuela algo así como sesenta años después, cuando nació el streaming, pero no hay forma de que la industria global de las plataformas que rompieron la cultura de ir al cine, puedan tener un producto que emparde a El Zorro.
A nadie ya le llama la atención la perennidad de la serie. Desde hace años Canal 13 la repone en pantalla, tras dejarla descansar un tiempo, a sabiendas de su rating invencible. Todos los que seguimos viendo El Zorro debemos fumarnos las larguísimas tandas de publicidad que dispone el canal por la sencilla razón de que los auspiciantes quieren estar ahí, en ese espacio que desmiente que la televisión haya muerto.
Es pertinente la pregunta de por qué El Zorro no pasa de moda ni pierde belleza. En un mundo donde reina el vértigo de lo efímero, donde todo o casi todo tiene la velocidad de un reel, donde los que escribimos no podemos ir más allá de los tácticos cinco minutos de lectura para que no se nos piante el lector; en un mundo de pasiones descremadas, de fracasos rotundos y su contraparte, ciertos éxitos excepcionales que, por lo mismo, van al muere cuando la industria les pide que los hagan chicle, que los estiren hasta morir de embole (el primero que me viene a la cabeza es "El encargado" de Francella), en ese mundo nuestro amigo Guy Williams sigue reinando entre los vivos cuando él ya está largamente muerto.
Hay tres cuestiones muy obvias. Una, el acierto de la trama y el personaje principal; dos: el contexto (la serie sucede en una época donde California era parte de México, después de que este país se independizara de España en 1821); y tres: el montaje, un guión muy atractivo y una fórmula política imbatible en la saga de aventuras: a la larga siempre triunfan los buenos.
También, y por último, hay otra cuestión que pensé mientras releía el Quijote. Como tantos otros grandes binomios de la historia, El Zorro y el Sargento García emulan la fórmula cervantina del Quijote y Sancho Panza. La oposición de García (que representa a la ley) contra El Zorro es un mero formulismo: él y Diego de la Vega son amigos, y el candor del obeso sargento tiene en cierta forma el ADN de Sancho Panza (y no meramente por el grueso abdomen). Por lo tanto El Zorro y el Sargento García, que lo admira, son inescindibles. Sin ellos no hay serie, no hay historia, no hay risa ni complicidad. Diego de la Vega le paga el vino en la taberna, El Zorro se burla de él y le traza la zeta en el trasero, y esa mímesis de los dos personajes (teniendo en cuenta que De la Vega y el Zorro son lo mismo), hace funcionar la trama como un mecanismo de relojería, tal como ocurría con el caballero andante (otro justiciero al fin) y su compañero de aventuras Sancho Panza. En este caso la fórmula era al revés: Alonso Quijano estaba loco y Sancho era cuerdo y necio.
En definitiva, si Platón inventó el diálogo para el teatro, todo lo que vino después tuvo que ver con la conversación. Hay, más allá de la acción y los duelos, grandes momentos de El Zorro donde la charla es el motor de la trama. Guy Williams y Henry Calvin formaron una de las más grandiosas duplas dialógicas. No fue el comandante Monasterio el antagonista perfecto de El Zorro. Fue el incomparable Demetrio López García. Fue el contraste genial entre la gordura, la precaria inteligencia, la gula, la torpeza y la ingenuidad confrontada con la erudición, el talento como espadachín, la astucia y la defensa idealista de los pobres y de los indios en manos de un niño rico que debía enmascararse para hacer justicia donde lo justo brillaba por su ausencia.
Fueron El Zorro y el Sargento García dos epígonos del Quijote y Sancho. Y tal como se comprueba cada mediodía por el 13, nos acompañarán hasta siempre.
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