ÚLTIMO MOMENTO
Tiene un vestido azul de cuento, un cuerpo de cuento, una sonrisa de cuento. Es la Princesa de Gales y la acompaña toda la familia real, y está ahí, en Wimbledon, espléndida, a medio camino entre lo terrenal y lo etéreo, para hacerle saber al mundo que hay realezas y realezas, y que a lo mejor la inglesa, el glamur british, tenga, por decirlo así, una superioridad estética.
Y vamos a los hechos.
En plena final del gran partido que están jugando el español Carlos Alzaraz (que de paso le agradecerá a su rey haber ido a verlo) y el italiano Jannik Sinner, suena la estampida de un corchazo.
Es un corcho que del lado de la tribuna de Sinner sale volando pero no como un pájaro, silencioso, sino con ese motor fuera de borda que trae todo corcho de nacimiento, el sonido de la eyección, esa suerte de ruido único que imbrican y hace un solo objeto o un solo ser el corcho y la botella. Pero, atención, que no es un corcho común y corriente. Es el corcho de una botella de champagne que muy británicamente se ha destapado en pleno partido, en la media tarde del domingo. Alguien del público que ha pagado una fortuna para estar allí, en la final de tenis de Wimbledon, decide festejar. ¿Qué festeja, podría preguntarse uno, a diez mil kilómetros de allí, al otro lado del televisor? No lo sabemos. Pongamos que festeja que la vida le sonríe, que es una de las quince mil almas que están viendo la final, y que tal cuestión por sí misma merece un brindis.
Entonces destapa la botella y el corcho se eleva como un cohete y cae, limpito, algo atónito, algo anacrónico también, en el verde césped que el relator de ESPN insiste en calificar de "sagrado". Todo para que en el acto la jueza que está en la silla (la única autoridad humana que queda, porque todos los demás colaboradores han sido reemplazados por la tecnología), pide al público de forma correcta, sin trabarse ni sobreactuar, que por favor (please, please) se abstengan de destapar sus botellas de champagne cuando el jugador está por sacar.
Sinner recoge el corcho y lo tira a un costado, sin mucho asombro porque va de suyo que algo así sólo puede ocurrir en Wimbledon. El partido sigue. Gana Sinner, quien pasa en treinta días del infierno de Roland Garros, donde tenía la final ganadísima y desperdició tres match-points frente al mismo Alcaraz, al cielo del césped de leyenda donde reina la atmósfera más british del mundo, donde hasta el público parece producido para una película, donde los vestidos, los trajes, los sombreros, la conciliación de los colores con las caras y los gestos, y las imágenes se prestan para hacer las mejores fotos, y las estrellas de todos los deportes y del cine son allí más celebridades que en el mismísimo Hollywood.
Eso es Wimbledon y tal vez eso sea Inglaterra. Esa identidad como marca. El corcho de una botella de champagne detenido bajo la clara y quieta luz de la tarde. No falta nada ahí, y como los ingleses son mejores que los yanquis en la defensa de sus tradiciones, también desde hace años se puede leer en el pasillo que lleva a los jugadores a la cancha el famoso aforismo de Rudyard Kipling, ese que dice que la victoria y la derrota son dos impostores.
Que me perdone el maestro Kipling pero la historia a lo largo del tiempo se ha escrito de otra manera. Siempre hay alguien que gana y detrás, abajo, en la lona, el tendal de los vencidos. El corchazo de la derrota.
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