Pero volvieron y ahora están ahí, tal como cada mañana de hace unos treinta años, firmes, uno lee el diario, el otro, Roque, intenta ubicar dónde están los baños, y claro, cuando vaya para el sanitario se va a llevar flor de sorpresa porque cualquiera que haya frecuentado el Ideal del siglo pasado sabe que había que entrar al baño con un tubo de oxígeno, o cumplir el desagote sin respirar ni parpadear, evitando que por entre los orificios del naso se cuele el más mínimo soplo del aire fétido del bar de antaño.

-Voy al baño -dice Roque.

El Tucu repasa el diario de ojito, leyendo rápido y cuando levanta la vista me ve. O mejor dicho ve primero los dos libros que tengo sobre la mesa. Es el díptico que acaba de publicar el escritor Juan José Becerra: dos libros de cien páginas cada uno cuya tapa empieza en el primero y termina en el segundo. Un acierto estético notable. El primer libro se llama Un hombre; el segundo Dos mujeres. Pero lo que unifica ambas tapas haciéndolas una sola es el auto, un coche majestuoso que en la primera cubierta se expone del capó hasta la mitad, y en la segunda de la otra mitad hasta el baúl.

-¡Un Rambler! -dice el Tucu cuando termina de repasar ambos libros. Hombre de nula atracción por la lectura, pero fanático de los coches -y sobre todo de los clásicos-, está claro que el efecto fascinación se ha apropiado de él, y, como veremos, de su memoria histórica.

-Sí, un Rambler -le digo.

-Ambassador Classic 990, modelo 1965, motor Tornado de 6 cilindros -especifica-. Acá había uno igualito a ese -dice señalando el libro-. Lo tenía el Ñato Veronolli, todo un personaje. ¿Sabías que una vez se jugaron una apuesta con el Vasco del California?

El Vasco del California, para las nuevas generaciones, era el dueño del albergue transitorio más clásico del pueblo y hoy ya demolido. El Tucu termina el café de un sorbo y parece feliz recordando el minúsculo hecho.

-El Ñato Veronelli tenía una amante, por lo tanto debía mandarse al telo del Vasco, ubicado en el corazón de Los Laureles. Tipo previsor, midió a ojo el largo del Rambler que acababa de comprar y le dijo al Vasco que su coche no entraba en ninguno de los cinco garajes con que empezó a funcionar la amueblada.

-En mi albergue entra hasta un Kaiser Carabela -le dijo muy seguro el Vasco.

El Kaiser Carabela era un bote que medía 5 metros y medio, auto que al fin, como casi todo coche grande, terminaba de fúnebre de la cochería.

-Mi coche ahí no entra -le porfió el Ñato Veronese.

El Vasco lo volvió a refutar. Entonces se jugaron una cena en el restaurante Don José. El Tucu sonríe, como si el pasado fuera un relámpago feliz en medio de la hojarasca del tiempo ido:

-El Rambler medía 5 metros exactos. El Ñato Veronelli fue hasta el California con su filito. Pasó el portón, le tocó la habitación 4. Intentó meter el coche en el garaje, maniobró dos veces buscando el radio, hacia adelante y hacia atrás hasta que se terminó de convencer que tenía razón: el auto no entraba.

Volvió al pueblo en el Rambler Ambassador con un humor de perros y con su amante al lado, burlándose a las carcajadas de él y de su fastuoso coche. Al otro sábado en Don José comieron con el Vasco la especialidad de la casa: la provoleta de entrada, y el pollo deshuesado a la piedra, relleno, que hacía el paisano William Jalife Amad.

Obviamente, pagó el Vasco.