El único que sigue vivo de los tres astronautas es Buzz Aldrin, que ya anda por los 96 años y -como veremos- parece que viene envejeciendo mal.

Si hoy por la mañana Aldrin, en vez estar posteando en su muy activa cuenta de Twitter fotos y textos de aquel día memorable para la humanidad, hubiera entrado al bar, detrás de él habría llegado la policía. Parece que Aldrin no se lleva muy bien con los refutadores del viaje a la Luna. Ya se sabe: todavía hay gente -entre las que se cuenta nuestra querida amiga María "Tana" Argeri -intelectual, doctora en Historia- que niega tal epopeya del hombre y la ciencia y cree que todo fue un montaje de los yanquis, que si inventaron Hollywood pueden hacer cualquier cosa.

No sabemos cuántos seres humanos en el mundo sostienen esta teoría, pero hoy al mediodía uno de ellos, en versión turista, desembarcó en el Ideal. Sesentón, el gorro, los lentes, el abrigo (como si hubiera viajado a la Antártida ya que afuera se ha hecho célebre el frío serrano), ese pispear la fachada desde la vereda, la placa de bronce que estampa el linaje histórico del bar, la forma de dar el primer paso tras abrir la puerta -el pequeño paso para el turista y el gran paso para el turismo local en los tiempos que vivimos- y caminar la blanca superficie del piso del bar, todo eso, reunido, da como resultado la figura de un hombre que habiendo llegado del espacio exterior -esta vez, Ramos Mejía- se convierte en la suma de la ajenidad que habita la figura de cualquier visitante en rodeo ajeno.

Venía con la señora y ambos eligieron una mesa del salón donde tenían, justito a dos metros, la pantalla de plasma de eso que antes (no sé si ahora) se llamaba televisor.

El turista se quitó la campera, dejó los lentes sobre la mesa, compartió unas primeras palabras con su esposa -que se había entretenido mirando los cuadros históricos de esa esquina colgados en las paredes-, y luego su cuello quedó rígido y la cabeza rotó a la derecha, unos treinta grados, para que sus ojos colisionaran con la efeméride más famosa: ahí estaba el Apolo 11, ahí estaba Neil Armstrong en la Luna, y ahí estaba la bandera norteamericana clavada y dura sobre ese suelo de color parecido al talco, esa soledad magnífica como iba a decir el propio Aldrin aquel 20 de julio de 1969 ante millones de ojos que lo miraban desde ese pequeño cascote azul llamado Tierra.

-¡Otra vez el bolazo del viaje a la Luna! -dijo el turista y su mujer se guardó las ganas de contradecirlo. Estaban de viaje, de vacaciones, en tren de descanso y no iba a volver a discutir por lo mismo de siempre.

Tal vez fue por eso, porque el turista no encontró eco en su señora que buscó apoyo en algún parroquiano de la cercanía. Vio a un tipo que tomaba un café y leía un libro, y con esa soltura propia del ser humano convertido en turista le preguntó si no le parecía lo mismo, que el alunizaje había sido un bolazo de los yanquis.

-La verdad, no tengo la menor idea -dijo el parroquiano, pero, en un gesto de buena voluntad y de transmisión de saberes por vía oral, le contó al turista lo que ya es vox pópuli en Estados Unidos: que cuando el viejo Buzz Aldrin se cruza con alguien que le niega la llegada a la Luna, el tipo no tiene mejor idea que insultarlo y agarrarlo a trompadas.

-¿En serio? ¡Qué viejo papelonero! -dijo el turista. Trascartón aclaró que al ser ellos de Ramos Mejía estaban muy lejos del barrio de Aldrin como para descontar cualquier incidente futuro. Dicho esto, ya en confianza, el turista miró la carta y le preguntó al parroquiano si tenía un plato del bar para recomendarles.

-Pruebe la milanesa de bife de chorizo -le dijo el parroquiano-; Es un viaje de ida a la Luna de las delicias.