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Para los vecinos del siglo pasado, la Cooperativa Obrera -en adelante La Cope- hoy abrirá sus puertas en "el lugar a donde venían los circos", esa zona de Balbín al fondo que hace rato se deshizo de la noción de lejanía como un imponderable a tener en cuenta.
Nada realmente está muy lejos en el Tandil de hoy, como bien lo estaba el Campus Universitario cuando nació, el mismísimo country en sus orígenes y, hace poco nomás, el Barrio Procrear en la última frontera de la Movediza. Lo lejano no existe más como noción geográfica ni tampoco como acto reflejo de rechazo urbano. Pero está claro que no siempre fue así.
La historia del supermercadismo se encuentra cruzada por hitos locales y foráneos. Esta cuestión reafirma un concepto que roza más el karma que el marketing, el enunciado empresarial de que "Tandil es difícil".
Lo es, pero su ubicación geográfica respecto a la región y a la gran metrópoli, como también el formato definitivo de ciudad intermedia a la que se le puede aplicar el célebre aforismo de la marca de electrodomésticos Grundig (cara pero buena en cuanto a calidad de vida), relativiza aquella máxima en todos los órdenes. Tandil es difícil, pero si las cosas se hacen bien, funcionan. Por lo tanto, funciona lo viejo y funciona lo nuevo, y de esa simbiosis que también es social donde comparten el mismo cielo los que aquí nacieron y los que fueron llegando y se quedaron, la ciudad va configurando el nuevo rostro del siglo XXI.
Hay dos días -entre muchos otros- que fueron bisagras del supermercadismo. La inauguración del Supermercado Cometa, a fines de los sesenta, y más de veinte años después, en los albores de la globalización, la apertura de una sucursal de la cadena de supermercados Norte. En medio de ambos, nació Monarca, líder del rubro.
El popular Cometa fue un clásico de clásicos; Monarca tuvo la visión de entender cómo funcionaba el servicio y la estética de un paseo de compras aplicado al paladar local de su clase media, y Norte, que venía a comerse los chicos crudos, se convirtió en el fracaso más sonoro. "No vinimos a ver qué pasa, vinimos a quedarnos", dijo para la posteridad aquel 15 de noviembre de 1995 el empresario Alberto Guil, dueño de Norte. Ya sabemos, pues, lo que pasó. También pasaron otros, sin pena ni gloria, por ejemplo la cadena Aragone. Con el nuevo siglo empezaron a llegar, además, los mercados asiáticos, y crearon su propia tradición: debe haber, por lo menos, un chino en cada barrio de la ciudad. Y ya son más de 55 barrios los que nacieron en este lado del mundo.
La Cope, fundada en Bahía Blanca como una cooperativa de panaderos, empieza a escribir de visitante su propia historia. Ya Balbín no está en la última línea del horizonte, los circos dejaron de llegar, feneció el paradigma del cliente cautivo y, como suele decirse, el sol sale para todos. Muerto el dinero físico, el QR y la billetera electrónica terminan de mandar al matadero a la libreta del almacenero. Por ahora, la góndola alimentaria del súper parece a salvo de Mercado Libre y el comercio electrónico, y todavía, en este rinconcito del orbe, funciona como un murmullo electrificado la publicidad más eficiente: el mortífero boca a boca. Lo que anda libre y suelto entre las góndolas es el hoy llamado consumidor. A diez minutos de todo en auto y veinte en colectivo, el consumidor siempre tiene la última palabra.
En 1920, en Bahía Blanca, un capataz del ferrocarril llamado Juan Apella lideró la iniciativa para fundar una cooperativa panadera. Así nació la Cooperativa Obrera. Está claro que Apella ni en sus mejores sueños imaginó hasta dónde iba a llegar.
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