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Ciudad de Ilusión

Esto sí que René Lavand tal vez jamás imaginó: Tandil declarada como la Ciudad del Ilusionismo. Es probable que el proyecto que impulsa el bloque de la UCR, a instancias del ejecutivo, prospere en el legislativo, como un tácito y formidable homenaje al mejor ilusionista del mundo.

La movida también busca declarar de interés cultural al evento "Tandil Ilusiona", que crearon el gobierno comunal y los familiares de René, y si lo sumamos a la estatua de Lavand en los jardines del Palacio y a su figura como portadora de un arte tan singular que no tendrá epígonos, la ciudad contaría a partir de esa materia inasible y tan compleja de crear -la construcción de la ilusión-, otro fundamento para agregarle a su activo más intangible: el poder de su identidad.

Del hilo de oro de la ilusión (no de la magia) penden los dos más formidable actos de ilusionismo local que trascendieron al mundo. La ilusión geológica de la Piedra Movediza, que, como René, lentificaba su oscilación al pie del breve abismo, una roca de 600 toneladas acompasándose desde el medio metro cuadrado de su punto de apoyo (una maravilla irrepetible), a un ritmo de 20 oscilaciones por hora. Cito al científico Eduardo Holmberg, que predijo el agrio final de la Piedra mucho antes de 1912, pero se lo guardó para sí con tal de no avivar idiotas: "Ahora bien, lo que llamamos el punto de apoyo de la Movediza, no era el punto matemático de la mecánica, o si se quiere de la cinemática; no descansaba ella en un vértice geométrico, sino en una base más o menos circular que tenía más de 30 centímetros de diámetro, por cuyo centro pasaba muy probablemente la línea de gravedad".

El segundo evento ilusionista fue, claro, el propio Lavand. Todo lo que se escribió sobre él, y todo lo que se escriba en el futuro excede -toda intención resulta vana- para encontrarle una síntesis, un epítome a su relato biográfico: fue un verdadero self made man de la ilusión que, con una mano menos, hizo de su tragedia de infancia una intervención alquimista: la convirtió en oro, en el oro de su genio a partir de la invención de un estilo único y sin descendencia.

No está mal que ya desde hace un buen tiempo no seamos sólo salamines y quesos. No está mal, tampoco, que ya no sólo se nos identifique por el mejor deportista en la historia de la ciudad, Juan Martín Del Potro, encarnado en La Torre de Tandil. No está mal, dicho sea de paso, que haya algo tan estelar como la Ciudad del Conocimiento (vaya nombre, como si fuéramos los dueños del saber) y su icono máximo, el unicornio Globant.

No está mal que sea la ilusión lo que venga a sumarse a la marca Identidad Tandil. La ilusión orfebre de la baraja en medio de la sofisticada hipertecnología digital. La ilusión sin pantallitas, en estado puro. La ilusión que nos hechiza desde el hamacarse de aquella Piedra indescifrable hasta los cien gramos del mazo de la baraja encantada, eso mismo que René le dijo a David Copperfield como para hacerle saber, con un guiño simpático, todo lo poco que su arte necesitaba -cien gramos- para dejar estupefactos a los públicos del mundo.

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