Historias VOLVER

Aurora en Don Bosco

Está por abrir el semáforo y la tengo por delante, a ella, a Aurora, y estoy con el tiempo justo (y algo pasadito para ser sinceros) de manotear el celular y sacarle una foto. El verde del semáforo coincide con el clic de la cámara y ya tengo la historia con que vuelvo a mi casa, después de dar el taller de escritura en la sede don Bosco del Colegio San Ignacio.

Se me podría preguntar qué historia tengo. Pregunta pertinente si la hubiera. Lo que está por delante es un utilitario de color blanco, y no mucho más que eso. Sin embargo, hay algo más, algo -diría- central. Algo que me gusta citar como El Nombre de las Cosas.

La Cosa es en principio el utilitario, pero si uno rasga la cáscara de lo superfluo aparece la historia. Aparece, entonces, Aurora ploteada en el vehículo. Supe de ella hace algo así como diez años, cuando lo entrevisté a Mario Basso para una sección de la página de El Eco que contrataba la Cámara Empresaria. La sección se llamaba "Así se hizo mi empresa". Aquella mañana llegué hasta lo que alguna vez había sido la frontera de la calle Brasil, en la última línea frente al Cementerio Municipal, un paisaje que ya pertenecía a la prehistoria. Mario me atendió con su cordialidad campechana: no nos conocíamos y yo quería saber eso que a nadie, mayormente, le importa. Por qué su negocio se llamaba Aurolimp, la razón de la marca.

Entonces Mario me contó lo siguiente: "Yo trabajaba con mi viejo en la pizzería Mafalda, allí en San Martín y Alem. Y esas cosas que uno tiene de joven donde se busca progresar. En 1988 tenía un gran ímpetu por hacer. Y un día me enojé con mi padre porque un Día de la Madre íbamos a almorzar en casa. Pero mi padre se negó a cerrar el negocio, teníamos el famoso postre Mafalda a la venta. Me enojé. Y justo había un señor que nos llevaba al negocio lavandina y detergentes, de apellido Ulloa. Venía temprano y se tomaba unos mates con nosotros.

"Y un día este hombre dijo que estaba cansado de levantar bidones y que vendía el negocio. Se trataba del lugar donde estamos ahora. Había cuatro tanques de fibrocemento, esqueletos de botellas porque en aquel momento la lavandina y el detergente se envasaban en botellas como las de vino. Y se me ocurrió comprarle el negocio. No tenía ni idea del rubro. Lo único que sabía era que en el verano a las piletas se le echaba el cloro, porque toda la vida había estado en el Club Ferro. Vine a ver el lugar, a ver qué movía. Tenía cero administración, ni facturas, nada. El hombre metía la mano en el bolsillo y pagaba. Teníamos unos ahorros con mi señora, más el auto y un par de cuotas y compramos la llave del fondo de comercio. Y le alquilaba el galpón al hermano de Ulloa. Pero el hombre me puso dos condiciones para venderlo. Una que no le cambiara el nombre al negocio y la otra que lo dejara seguir viniendo". Tras lo cual Mario Basso remató su testimonio con una frase que es toda suya de acuerdo a la transformación de la Avenida Brasil: "Empezamos en el cementerio y terminamos en Recoleta".

El nombre del comercio que no se podía modificar bajo ningún aspecto si la operación se realizaba tenía su origen en un nombre de mujer: Aurora. Era una mujer de la que el hombre, Ulloa, se había enamorado perdidamente, a tal punto que había hecho una operación dialéctica para reunir el nombre de Aurora con el rubro, como si fueran un mismo ser. Así nació Aurolimp y así sigue Aurolimp.

¿A quién le sirve saber esto? Creo que a nadie. O tal vez sí, tal vez a los que todavía creemos que debajo de cada baldosa de la ciudad hay una historia para contar.

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