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La foto de la casa

Dice que vio la fotografía de tapa del libro y que él sabe de qué casa se trata. Dice que lo sabe no porque fuera vecino del barrio, sino porque allí vivía una piba -una piba, veintipico de años- que cada día esperaba el colectivo en la esquina.

Dice que ese colectivo -que no recuerda bien si era el marrón, o el amarillo, pero qué bueno, esos detalles no importan- la llevaba, como decía Perón, de la casa al trabajo. Dice que la piba era muy linda, que parecía una reina cuando subía, con su vestidito azul, al colectivo, que la llevaba al centro, lugar donde ella trabajaba.

Dice que trabajaba de empleada en la Tienda La Exposición, con lo cual -dice- estamos hablando de algo así como cincuenta años, más o menos. Dice que no le llamó la atención tanto la casa en sí, sino lo que estaban haciendo los pibes en la calle, esto es cómo se jugaba al carnaval en aquella época.

Dice que todo ese barrio era una fiesta, o mejor dicho que los carnavales eran la fiesta de los barrios de la ciudad, y que la muchachada se subía a las cajas de las camionetas y los camiones y entraban a los otros barrios a tirarse globazos y baldazos con la gente que allí vivía, y que esos carnavales no hacía falta más que un balde y una canilla.

Dice que el balde era el "elemento supremo", así lo dice, textual, acentuando su prodigio: cualquiera tenía un balde en su casa. Dice que no es por romantizar la digna pobreza de los pobres o la vida austera de los que vivían un escalón más arriba, la clase media, pero que los carnavales tenían eso: el agua nos juntaba a todos, dice, nos igualaba. Y tal vez, dice, tal vez no éramos tan felices como ahora creemos, pero que a él le parece que sí, que era más feliz, sobre todo porque la piba del vestidito azul le gustaba mucho, la veía cada día esperando el colectivo que la llevaba a La Exposición, y cada día esperaba o bien una excusa o algo que justificase el momento tan temido, el momento en que debía juntar valor para acercarse a la parada e intentar trabar conversación, conocerla, eso, dice.

Dice que ese momento llegó cuando el Barriga Torrenti, en pleno carnaval, se acercó, sin mucho sigilo, arteramente por detrás, como el gran imbécil que era, hasta la esquina, se clavó a un metro exacto de la piba, de sus zapatitos negros, de su vestidito azul, y le surtió enteramente el baldazo desde la cabeza hasta los pies.

Dice que la piba volvió llorando a la casa, porque sabía que así no podría ir a trabajar, y que el Barriga lanzó un carcajada idiota, y que él no supo si aplicarle un correctivo al Barriga o intentar ayudar a la piba, y para cuando reaccionó ya todo había pasado y la piba se estaba metiendo en esa casa, don, en la casa de la foto que lleva la tapa de su libro, un verano de 1971. Dice qué le parece mi historia, don, y le digo que muy interesante, pero cuando le pido que me diga la dirección de la casa, suelta una calle que no es, una casa que no es, y un barrio que no es (Las Ranas, dice erróneamente), porque la nostalgia es así, mi amigo, le hace creer, medio siglo después, algo que tal vez no pasó, o que si pasó era bastante distinto a cómo fue, con excepción, le digo y sonríe, y nos reímos, de la piba que trabajaba en La Exposición, de lo linda que era, del vestidito azul y los zapatitos negros en la esquina, esperando el amarillo.

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