Historias desde el Bar El Ideal VOLVER
Son tres mujeres, son muy jóvenes y las vuelvo a ver después del día que las conocí, en abril, cuando presentamos acá mismo, en los Altos del Bar Ideal, el libro con sus memorias.
Ahora las tres me cuentan por qué me han citado aquí: son estudiantes universitarias de la carrera de Turismo y están afrontando el tramo crucial de la tesis previo a la recibida. El tema lo eligieron ellas: la ruta de los bares. "Pero no de todos los bares", aclaran. Sólo los bares que están unidos, en cierta forma, por su contemporaneidad de origen. Y por un intangible poderoso: el carácter. Así, acertadamente eligieron el Bar 9 de Julio (al que no conocí por razones etarias), el Ideal, el Tito y el Firpo, que fue el primero de todos. A lo largo de la década del 30 del siglo pasado abrieron sus puertas y cada uno a su manera escribió su historia.
De los cuatro bares que eligieron, tres quedan vivos y los tres atravesaron todos los vaivenes del siglo XX y entraron al XXI con la cara cambiada. El tiempo todo lo transforma, pero en algunos queda, por decirlo de algún modo, cierta marca de origen. Del Ideal ya escribí mucho, ellas tienen el libro y ahora necesitan urgentemente algo que en algún momento de este tiempo todos necesitan:
-Algo que no esté en internet -dicen.
Esa frase -esa demanda, esa desesperación- es para alguien formado en el mundo analógico el soplo mágico de la vida. Algo que no esté en la invencible red de redes, algo que no esté al alcance del doble click, algo que, tras horas invertidas en navegaciones, falsos links y demás entradas y salidas a laberintos virtuales que no conducen a nada, someten al internauta al desaliento propio del fracaso virtual.
¿Lo que está en internet nunca existió? Claro que sí, pero sólo es verificable a través de los documentos o de la tradición oral. Las jóvenes estudiantes de Turismo ya tienen las historias típicas del Ideal, del Tito y del Firpo. Pero les falta algo del Bar 9 de Julio.
Recuerdo entonces la historia del faquir. Toman nota. Década del 50, un faquir llega al pueblo con su novia o su esposa, nunca lo sabremos. Se instala en un lote que había sobre calle 9 de Julio, entre Belgrano y Pinto, frente al actual Banco Santander. El faquir dice al público que ayunará una semana, que no comerá ni siquiera una galletita, acostado sobre su torturante cama de clavos. Eso, en efecto, ocurre de día. En la alta noche donde todo el pueblo duerme su mujer camina unos metros y va al Bar 9 de Julio donde compra bebidas y sánguches de milanesa. Siete días sin comer no parece algo posible, piensa el comisario Tumini que, ni lerdo ni perezoso, manda a un agente a investigar al faquir durante las glaciares noches serranas. El agente descubre dos cosas: que la mujer del faquir alimenta a su hombre con los copetines del Bar 9 de Julio y que, de paso, se enganchó con un parroquiano del bar. Tumini decide cortar por lo sano. Lo que haga la mujer es cosa de ella. Con el faquir trucho actuará él. Primero lo lleva a comer a la parrilla La Giralda, de Hilda Anit. Después lo sube al auto, cruza Colón y lo deja en la estación del ferrocarril. "Muy lindo lo tuyo" le dice, "pero a este pueblo no volvés más". El faquir trucho se sube al primer tren que pasa por la estación y se evapora para siempre. El Bar 9 de Julio estuvo vivo unos cuantos años más, los suficientes para quedar en la historia de la ruta de los bares.
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