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La novedad de lo viejo

La palabra viejo no me gusta, porque ya se sabe que viejos son los trapos o el viento que sopla. Pero, para el caso, no va la palabra antiguo. No funciona acerca de lo que uno busca contar del lugar.

Entonces, después de darle vueltas, nos quedamos con la palabra viejo. Sobre todo porque al enunciarla por su antítesis tiene un efecto más potente. No debería haber cosa menos novedosa que lo viejo. No debería, pero la hay.

Porque si hay algo viejo, del siglo pasado, de mediados del veinte y antes también, de cuando estaba en lo alto de los ritos sociales de los vecinos, si hay algo viejo, digo, eso es la cantina de un club. La cantina nació con el club, al unísono: primero en la categoría de cantina y sólo algunos clubes luego la subieron un escalón entremezclando a la cantina con la sede social, como el Santamarina o el Independiente, por usar dos de los casos más emblemáticos. Hubo otros clubes, más de barrio, más modestos, más constreñidos a los personajes que orbitaban en ellos (el cantinero, algunos socios, algunos deportistas, la hinchada) que hicieron de la cantina el lado b del deporte. Las mesas de la fonda como continuidad del juego, y también al compás de otros juegos típicos de mesa: el truco, el mus, la generala y afines.

La cantina, con el paso del tiempo, entró en un cono de sombra, una foto en sepia, un recinto desolado que intentó sobrevivir derivando en milongas y tanguerías. Muchas se fueron a pique en consonancia con las crisis de los clubes. Y otras estaban en la terapia intensiva del adiós ralentizado, en la ruina con que se fueron disolviéndose sus historias y sus trofeos, petrificados como peces muertos adentro de sus vitrinas, hasta que algo misterioso ocurrió de golpe. Un chispazo, o, precisamente eso: una ocurrencia. O tal vez fue algo que alguien vio en otra ciudad, y se le ocurrió replicarlo aquí.

Ese algo no tiene mucha explicación. Es lo de siempre: un día alguien tiene una idea, la de recuperar la vieja cantina del club sin cambiarle prácticamente nada, pero sí agregándole algunos detalles que vale citar: un estilo, lo retro de lo retro en la narrativa de la carta, en ciertos lemas en las paredes, en algún artefacto del Tandil de los años felices (como el teléfono negro, de disco, que aparece como una instalación artística en la entrada), es decir una decoración salpicada de guiños del pintoresco pasado sobre el telón de la realidad, de lo que esa cantina fue toda su vida, nada más y nada menos que una cantina de club, donde los platos son simples y suculentos, donde se come y se charla, donde prácticamente el celular queda subsumido en un bolsillo, y donde lo que impera, entonces, es el placer al cuadrado de la comida con la conversación, ambas, juntitas, en el contexto de un lugar que de un día para otro se ha vuelto masivo para atesorar una suerte de milagro gastronómico y social: que se ponga de moda la novedad de lo viejo. Porque cuesta darle el valor de lo nuevo a algo tan viejo, y sin embargo eso es lo que viene ocurriendo por ejemplo cada noche, de lunes a lunes, en la cantina del Club Defensores de Belgrano, que estaba prácticamente forfay hasta que La Idea logró resucitarla y devolverla a sus tiempos de oro. O mejor: darle una nueva época.

Se podrá decir que son tendencias o que son nuevos hábitos de consumo. Quienes creemos que los bares, los restaurantes, las cantinas y todo sitio gastronómico es ante todo un territorio de circulación de historias, estamos atentos a los signos que imbrican el lugar con el lenguaje. En la pared del fondo de la cantina del Belgrano se lee: "Comida buena y bonita". Al salir, cuando el parroquiano enfrenta la puerta una expresión lo despide: "Gracias por visitar nuestro querido club". Y abajo una frasecita con una pregunta retórica, en una letra más pequeña,: "¿Quéres tener razón o ser feliz?" Semejante pregunta sentencia, elípticamente, la filosofía de la casa: seamos felices comiendo que lo demás no importa nada. Borges lo dijo de otra manera: "Uno debe tratar de no tener razón en las discusiones; es una mezquindad, una crueldad, una falta de cortesía".

Lo que sobra en la vieja cantina del Defensa, es cortesía. Cortesía en los concesionarios, en las mozas, en los parroquianos del lugar, en los clientes. Cortesía de la buena, casi un milagro en los tiempos de la ira.

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