Debajo de la sombra que aporta el árbol hay colchones. Hay un carrito de bebé. Hay una mesa con las patas en falsa escuadra. Hay cajas, hay algunos muebles, hay un cuadro de bicicleta por un lado y una rueda por el otro.

Hay juguetes, hay ropa, hay, frenados por la realidad granítica del cordón, esas cosas que alguna vez fueron el corazón de un hogar, para que ahora, sin ellas, la casa sea solamente una casa. La silla donde alguien se sentó, los cubiertos con que alguien comió, un cuadro, vertical, arrumbado contra la pared que ahora, en la intemperie, son otras cosas. Les transformaron el sentido y habitan un No-Lugar. Pues eso es la calle cuando le aparecen, súbitos, objetos y seres que no deben estar allí.

Hay, enfrente de la casa, una camioneta metida de culata en un galpón donde dos hombres jóvenes, completamente indiferentes a la cruda escena que se ha instalado frente a ellos, cargan leña en la caja, uno que desde abajo va revoleando los leños y el otro que parado los abaraja y los va acomodando en la caja.

Hay, lo veo ahora, en el centro exacto de la escena, un gato que me mira. Está sentado y alerta al intruso que se ha detenido frente a él. A su lado dos recipientes, el del agua y del alimento. Avanzo dos pasos y el gato sigue ahí, quieto en su abrupto desamparo, pero atento, con esa apatía sutil que le dispensa al entero Universo.

Hay por fin, debajo del derrumbe, sentado en la vereda, la espalda apoyada contra la pared, un hombre joven. Lo saludo, me saluda, pero rehúye la mirada y es ostensible que no tiene ganas de hablar. Sentimos, creo, una vergüenza a dos voces.

Hay la desolación, la inconmensurable desolación que retrata el desalojo.