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Entonces todo esto empezó en 2006/2007. Digo, todo esto de las redes sociales. En ese período del nuevo siglo nacieron. Esto que, guste o no, llegó por un tiempo o para la eternidad, vaya uno a saber, puso patas para arriba el concepto de comunicación, en principio, y la exacerbación del ego, refundando la idea del Yoísmo, como clavado correlato.
Las redes sociales también acontecen como capas geológicas donde unas van creando su propia era, su propia civilización. Facebook parece ser que ha quedado en modo target hogar de ancianos. Fue una de las pioneras y es la que menos ha cambiado. Twitter, desde que la compró Míster Musk, ya no es lo mismo. Instagram es moderna: la imagen es su palabra. De las que siguen, no tengo la menor idea.
Si no fuera por mi trabajo no usaría redes. Pero, como se sabe, las redes sociales son un derivado del teléfono celular, y es el móvil, hoy, el medio de comunicación por excelencia. Esto quiere decir que cada usuario cree tener su propio medio de comunicación. En cierto modo, es así, pero los contenidos (qué palabra fatal, digna de la jerga de otra horrible palabra: influencers) se los hacen los otros, y para eso, además, para capturar al usuario y llevarlo -para venderle- al terreno que más le gusta, idearon el algoritmo.
Ergo: nos tienen sujetados, nos cooptaron la subjetividad, que es más o menos como decir que se apropiaron del lóbulo frontal de la humanidad, esa partecita del cerebro que ordena el discernimiento, la planificación y el comportamiento. Celular + Internet + Redes también producen maravillas: uno puede ver en vivo un paseo virtual por el Museo del Prado. Y pesadillas: uno puede ver en vivo el asesinato de un activista de derecha aliado a Trump, con un certero balazo de rifle disparado por un joven republicano al que su padre enseñó a usar las armas desde pequeño.
También las redes inventaron un idioma, una especie de idiolecto. Por ejemplo la palabra scrollear.
Antes, en el siglo pasado, era común ir al baño a practicar la declamación fisiológica más durarea con una revista, o un libro. Eran publicaciones de baño, por decirlo así. Leer en el trono, práctica que ha sido masivamente abolida por el acto de scrollear. O sea, desplazar el dedo índice de la mano derecha o pulgar de la izquierda por la pantalla, en forma vertical, es decir de abajo hacia arriba, para ver, dedicándole no más de 5 segundos a la observación, lo que acontece en la red social mientras el aparato digestivo cumple la función de evacuar las sobras ingeridas en la víspera.
Es lo mismo que está haciendo el dedo: evacúa-scrollea las sobras de lo que ha ido pasando en la red: una jirafa atacada por un león, la foto de un amigo en Roma, un meme sobre Espert, un reel donde alguien esquía en los alpes suizos, otro reel de una función teatral, una familia festejando un cumpleaños y así hasta el infinito. Tirar la cadena interrumpe el scrolleo.
Finalmente, uno sale de su casa. Uno, a las cinco cuadras, se da cuenta de que perdió una mano. Se volvió manco de golpe. Un Lavand sin la baraja. ¿Qué ha pasado? Que, en un descuido imperdonable (o un acto inconsciente de liberación psíquica) se olvidó el celular en su casa. El celular es la extensión en modo prótesis de la mano.
Hay que volver.
¿Hay que volver?
Prueben. Un día que me pasó no volví. Es decir que viví una mañana entera sin el celular. Muy raro y trepidante en los primeros treinta minutos de abstención del adicto. Luego, de a poco, cierta calma. Una hora después el sosiego que permite la falta del reclamo. Sin el celular y sin las redes nadie demanda a nadie. Como cuando éramos libres.
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