Historias VOLVER
A veces, cuando uno está por sacar un nuevo libro, toda la energía de lo que ocurre en torno a ese libro converge como si el Universo entero se hubiera convertido en un imán que nos lleva hasta el fondo de ese tiempo narrativo. Ayer, ordenando los archivos, tropecé con la fotografía que ilustra esta nota. Es el elenco de un grupo de teatro que en los años 70/80 -décadas medulares del Tandil de los años felices (si por un rato nos olvidamos del horror del 24 de marzo del 76) hizo su modesta historia en las tablas serranas con un espectáculo cuyo título desbordaba pintoresquismo: "El Chorizo Colorado".
Esas décadas lograron un récord que vaya a saber si tiene precedentes en nuestra ciudad: fue más gente al teatro que al cine. El subsuelo de la Biblioteca Rivadavia fue el escenario -es un decir- porque la sala era plana y los actores trabajaban a piso, donde "El Chorizo Colorado" hizo lo que mejor sabía: una suerte de humor algo local, algo angélico, y siempre en la categoría de eso que se llamó el teatro vocacional, donde también se inscribía el teatro filodramático. El humor teatral de la época respondía al formato clásico del sketch, la disposición de escenas cómicas breves, con una picardía de baja intensidad pero muy eficiente. "El Chorizo Colorado" tenía en el Colorado Julio Lester y Piero Montarulli a dos de sus vigorosas columnas. Lester interpretaba un papel de paisaje urbano: hacía de árbol de la Plaza Independencia, un árbol parlante que, entre chistes y nostalgia, recordaba tiempos idos de esa misma plaza.
Una noche pasó algo que vuelvo a contar ahora, más para explicar la naturaleza de esa cosmovisión que yo llamo como el Tandil de los años felices. Un hecho imposible de imaginar en la actualidad. Ocurrió cuando una enfermera de Villa Italia decidió disfrutar de su franco laboral acercándose a El Teatrillo. Buscó una silla, se sentó y esperó que arrancara el espectáculo. La obra transcurría por los carriles normales y el Colorado Lester estaba en pleno monólogo cuando sintió los pasos de un espectador tardío bajando por la escalera destinada al público. El Colorado entrecerró los párpados para no desconcentrarse pero fue imposible: el aparecido se le plantó a dos metros del escenario y empezó a dibujar con las manos un gesto ampuloso que contrarió al actor y sacó de clima al público. El tipo, insólitamente, le pedía un minuto con el índice de la mano hacia arriba. Lester debió interrumpir el monólogo.
-¿Qué le pasa, hombre? -preguntó malhumorado.
-Tengo que ponerme una inyección -fue la respuesta completamente fuera de contexto del aparecido.
-¿Y por qué no te la hacés poner en el Dispensario? -gruñó el Colorado.
El otro, que jamás en su vida había pisado un teatro, soltó la réplica que motivaría la gruesa carcajada del público.
-Porque la enfermera que me pone la pichicata está acá dentro, boludo.
Entonces el actor miró al público y vio que una señora se movía en mitad de sala.
-¿Usted es la enfermera? -le preguntó el Colorado.
La mujer dijo que sí pero se había arrojado debajo de las butacas y no se decidía a reincorporarse. Lester le pidió que se apurara pero la mujer, a los gritos, le explicó lo que estaba sucediendo.
-Ya me estoy yendo, señor actor, lo que pasa es que me saqué el zapato cuando empezó la obra y ahora no puedo encontrarlo -remató.
Debieron prender las luces hasta que un espectador encontró el zapato en la otra punta de la sala, y nunca se supo qué fue lo más divertido de esa función: si los chistes de los actores o el tremendo gag que consumó el aparecido de la inyección, la enfermera en patas y el zapato que se las tomó. Para rematarla sobre el filo de la función se cortó la luz. El director, Francisco Lester, apareció con una vela en medio del escenario y pidió al público un poco de paciencia frente al imprevisto lumínico. Todo el mundo creyó que era un gag que estaba preparado de antemano y así el recordado Frank se robó la más grande ovación de la noche.
Eso fue también, en términos teatrales, el Tandil de los años felices.
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