ÚLTIMO MOMENTO

Llaves

Entro y no hay nadie. El cerrajero aparece un minuto después por un hueco que dejó el muro de durlock, el que separa el taller del salón de atención al cliente, y saluda, cordial, mientras ve sobre el mostrador la llave, huérfana, solita, dispuesta al milagro de la multiplicación.

-Tres juegos -le digo.

El cerrajero toma la llave, la mira como a trasluz, en posición vertical, y me dice si quiero esperarlas o pasar en un rato. Le digo que espero. Arriba, en un rincón, hay un televisor encendido. Pasan las noticias, a saber: el horrendo femicidio de un libertario, el papelón del presidente felpudo ante Trump y, en una ráfaga, la presentación del cubano Silvio Rodríguez en el Movistar Arena.

El aparato (perdón por la ignorancia) que el cerrajero usa para duplicar la llave se escucha desde el fondo como una trepidación leve. Pienso en Silvio, grandísimo artista, enorme poeta que merecía el Nobel de Literatura mucho más que el que le dieron a Bob Dylan. Lo vi dos veces (en el 84 y en 2017) y me habían invitado al Movistar Arena pero sentí que no debía ir.

El locutor dice que Silvio actuó ante 15 mil personas afectado de un catarro y una disfonía que, sin embargo, no enturbió la comunión que mantiene con el público argentino desde hace cuarenta años. Seguramente fue así, pero apenas lo escucho soltar la primera estrofa del Unicornio azul se me estruja el alma. A los 78 años, una edad que por regla general pone al artista al borde del precipicio (lo de Sergio Denis es literal), un tipo que ha hecho de su voz el diamante de su arte, disfónico y acatarrado, queda expuesto a un riesgo innecesario. "Tal vez no sea innecesario, tal vez o seguramente necesita el dinero", me dicen a coro y por celulares distintos Pepo y Livia. O sea, el tipo está trabajando, tiene compromisos y no puede cancelar el espectáculo.

-Sus tres llaves -me dice el cerrajero.

Lo conozco hace mucho. Le digo que he decidido repartir esas llaves entre mis afectos, porque vivo solo y empieza a merodear el fantasma de todo aquel que vive solo después de cruzar la curva de los sesenta pirulos: morirse de golpe y evitarle a los nuestros que nos encuentren no por lo que fuimos, sino por el deshecho de lo que queda de nosotros.

-Carajo -dice el cerrajero-. Nunca me había pasado que un cliente me pidiera tres llaves por un tema como ése.

-Le pediría una cuarta, pero no sé si la tiene -le digo.

-Pida nomás, si está a mi alcance con todo gusto.

Le digo que me gustaría saber si existe la llave que abra la puerta de la sabiduría de un artista -o de cualquier oficio o profesión- para saber cuándo hay que bajarse del escenario antes de que sea demasiado tarde.

-Amigo, soy cerrajero, no filósofo -dice.

Nos reímos levemente. Pago y me voy.

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