Historias desde el Bar El Ideal VOLVER
Es bastante joven, debe andar por los cuarenta y pico, de barba, pelo lacio, rubio y lo que sobresale cuando entra al bar es el bolso. Lo lleva como si pesara la cruz de Cristo. Tantea en dos mesas pero los parroquianos le dicen educadamente que no.
Entonces llega al fondo del bar, a la mesa donde un tipo está leyendo. Sabe -al menos lo presume- que tiene un cliente en potencia. En los bares me han querido vender de todo menos ésto: un libro tipo cuadernillo artesanal de 50 hojas que el tipo define como su literatura, para luego soltar un número digno del más grande vendedor de perplejidades:
-Este es el ejemplar número 4.890 que pongo en venta -dice y lo tiende sobre la mesa.
Observa el libro que estoy leyendo y dónde él me ha detenido: página número 144 de La clase de griego, hermosa novela de Han Kang, la coreana que llegó al Premio Nobel de Literatura.
Entonces empieza a hablar sin parar, en un tono bajo y rápido, como si estuviera repitiendo una receta, una historia, un texto mental largamente ensayado y enunciado. En líneas generales cuenta su vida de escritor ambulante que viene recorriendo el mundo desde Alaska hasta este último rincón del globo, y lo que sigue no lo retengo. El tipo ya sabe que le voy a comprar su libro de relatos con una tapa de cartulina blanca y dos broches a modo de encuadernación (quiero decir que no es un fanzine, aunque su hechura sea casera), lo cual no le quita ningún mérito.
En el nuevo siglo escribir se ha convertido en una actividad prescindente. Una actividad fuera de época, de allí su paradoja: hay más gente que escribe que gente que lee. Por eso cuesta sostenerse. Quienes mantienen el pulso firme, es porque saben que para ellos escribir es como parpadear, algo inevitable. El escritor ambulante me dedica su ejemplar. Escribe: "Para Elías, espero que algún relato le cambie el día, que tal vez es la vida". Y le asesta una firma grandilocuente. Tiene la edad y la firma de las convicciones intactas.
Cuando el escritor ambulante se marcha abro el celular y veo que todavía sigue en pie la polémica por lo que alguna vez fue el premio literario más prestigioso del mundo, el Premio Planeta, que alguna vez ganaron Vargas Llosa y Cela. Hace años viene en caída libre porque el negocio le ganó a la literatura. Esta vez se lo dieron a un muy mediocre escritor español, Juan del Val, panelista de televisión, que trabaja en el canal donde el Grupo Planeta es accionista mayoritario, un verdadero bochorno. Un premio de 1 millón de euros. Pienso en los 1380 escritores que enviaron sus novelas al concurso, los primeros burlados. Pienso en el escritor ambulante que ahora se aleja con su bolso hacia la puerta. Se llama, dice la carátula del libro que me vendió, Juan Dejaen y en la tapa se lee el título de su modesta obra: Hecho de palabras. Mil veces más honesto y laborioso que del Val, el ganador del Planeta. En España a ciertos panelistas de la tele que escriben con los codos los condecoran dándoles un premio corrompido; acá los llevamos a la presidencia.
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