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Las cosas desaparecen

No hace falta convertirse en un "flâneur", un tipo que deambula por la ciudad, a pie, contemplando el paisaje urbano para tomar nota de lo que pasa: las cosas desaparecen.

De un día para otro, te diré. Esa idea, la de una mujer que en la segunda persona narrativa le escribe a alguien un párrafo así: "Estas son las últimas cosas -decía ella-. Desaparecen una a una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen, pero dudo que haya tiempo para eso. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir el ritmo". Si no lo adivinaron, el libro es de Paul Auster, se llama El país de las últimas cosas.

Algo de lo que siente Anna Blume, la protagonista de la novela, pasa por acá, el metro cuadrado donde vivimos. Ocurre que, como ella, estamos sin tiempo para detenernos y tratar de entender. Lo que pasa, pasa muy rápido. El vértigo horizontal, podría decirse si todavía nuestro punto de vista es el del "flâneur", el paseante que, absorto, mira y no entiende.

Hoy, podría escribir cualquiera que viva bajo nuestro cielo, a alguien que esté en el otro lado del mundo, vos no podrías entender, sobre todo porque alguna vez anduviste por estas calles, lo que ocurre.

Te lo diré así: si una ciudad es la suma caótica de las capas geológicas que se han ido imbricando unas sobre otras (nosotros vivimos las capas geológicas de los setenta, de los ochenta y así sucesivamente hasta llegar a hoy), la conciencia del movimiento, que antes era lento, muy lento, se ha trastocado por la velocidad de los cambios. Fijate: desde que Rodríguez levantó el Fuerte, en 1823, el pueblo tardó algo así como 30/40 años en consolidar su primer núcleo de población. Ese tiempo hoy es una eternidad. Y las cosas, por la lógica de las capas geológicas que nos atraviesan a la velocidad de la luz, no resisten, se desvanecen en el aire, desaparecen.

Ayer fue una casa, hoy un negocio, y todo lo que te imagines: la cartelería, los viejos edificios, los adoquines, las pensiones, los hoteles antiguos, la moda, la vestimenta, los tragos, los códigos, el lenguaje, las voces, los pájaros, los árboles, los barrios, todo lo que te puedas imaginar está bajo la succión de la Turbina Desaparecedora.

Cada día hay algo nuevo que desaparece. Cada día, por la hiperconexión digital narcisista que afecta a los habitantes de esta urbe, es más profundo el hermético silencio y la apatía entre los unos y los otros. El axioma podría ser así: Me muestro en redes, luego existo. Lo que quiero decirte es que el vínculo humano se sospecha en extinción.

Lo que quiero decirte, escribo, es lo que me dijo ayer una lectora de estas notas: "Para que hoy alguien te de la mano tenés que ir a misa, entrelazarte en el Padrenuestro, y esperar el saludo de la paz".

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