ÚLTIMO MOMENTO

Las cosas desaparecen (Segunda Parte)

Pero, me dice el lector retomando el hilo de la conversación perdida, fíjate que antes -al menos- las cosas desaparecían con aviso. Por ejemplo, un comercio al que se le venía la noche estampaba en su vidriera: Liquidación por cierre definitivo. Son palabras duras, ¿no? Hay que pararse frente al vidrio y lanzarle a tu pequeño mundo, tus clientes, la competencia, que te fundiste como un campeón. Había, es lo que quiero decirte, como una dignidad frente a la derrota, al forfay, al game over.

Ahora las cosas desaparecen en un parpadeo y no sólo sin aviso: días antes lo que viene a reemplazar a la cosa que se está yendo te lo anticipa con esa euforia propia de los comienzos, pero sin el más mínimo pudor por el otro que se estroló: Próximamente, fulano de tal.

Y así como también te estoy diciendo que las cosas desaparecen en un santiamén, ocurre lo inverso: de golpe ahí donde ya ni recordás qué había hasta hace tres días aparece un café, o una pastelería o un una nueva casa (¿y cuántas van) de artículos para celulares.

Lo cierto es que para la generación de la civilización perdida, o sea nosotros, los sobrevivientes del siglo pasado, todo ocurre demasiado rápido. Somos la generación Lavand: la lentitud era nuestra marca. Es cierto que, siendo, jóvenes, teníamos el apuro que tal estadio conlleva, pero no a esta velocidad de torbellino, de relámpago, de la vida como un reel. Por eso las cosas desaparecen al ritmo tecnodigigal con que se han apropiado de tu lóbulo frontal, la aceleración del reel. El dedito de la Turbina Desaparecedora en una milésima de segundo pone cualquier cosa en el pasado. Fijate: estás sentado en el inodoro con el celular entre las manos (el móvil en el trono también reemplazó a la revista y al libro). Y mientras tu organismo descarga las sobras que demandan irse desde el laberinto de tus intestinos, tu dedo fulmina el mismísimo presente con total apatía y normalidad: pasa una historia, un reel, un video, un posteo, lo que sea, o un recuerdo que el celular te trae de tu pasado para evocarte que hoy estás un poco más viejo que ayer.

Si lo digital muere apenas nacido, el papel también -aunque a otro ritmo- también marcha a la evaporación. A propósito, me dice el amigo lector, hay cosas que aparecen con un último estertor de vida, por ejemplo un libro tuyo que encontré en una feria de cacharros viejos, en oferta, muy cerca de la extinción.

Y lo último acerca de las cosas que desaparecen: parece que todo el extraordinario archivo del diario Nueva Era, todo, más de cien años de documentos gráficos, fue arrojado a la basura por los dueños del extinto vespertino, en una suerte de crimen contra la historia. El amigo lector Osvaldo Victorero pudo rescatar poquitas cosas del desguace. Se cree que los descendientes del escribano Cabral, el fundador del vespertino, tenían que desalojar las cosas de la casona donde vivieron y que ahora alquilaron a un club de polo o algo así. Mirado con sintonía fina, todo tiene su lógica, ¿no?

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