ÚLTIMO MOMENTO
Entonces lo que va pasando y cambia: lo primero es el tiempo, luego los lugares, las cosas, la gente. Y de los lugares, el gran invento de la humanidad: el bar.
Y esta escena de ayer: tres chicas muy jóvenes -los añorados veinte años- y una carrera en común: Turismo. La primera asociación es que el parroquiano de un bar es, en cierto modo, un turista, un tipo que está de paso por el bar, que se queda un tiempo, que puede ser breve o más extenso, y que ha hecho de este acto un rito que cumple cualquier turista cuando ha encontrado un lugar donde ha sido feliz: volver.
Antes de estar ahí, en la calle, yendo de bar en bar, cumpliendo con la guiada temática a la que titularon "Tandil de copas", una suerte de tesina para la carrera, antes, mucho antes de ayer, las tres chicas debieron arrojarse de cabeza al fondo de una historia para ellas completamente desconocida. Terra incógnita, navegación sin brújula, y lo mejor: eso que no iban a encontrar googleando en internet, eso que no puede responder el Chatgpt. Debieron ir, entonces, sin la máquina de Dios con que se llegó hasta el Big Bang, hacia lo más profundo de ese universo llamado bar, pero no cualquier bar (porque en la ciudad hubo decenas de bares y la mayoría de ellos no lograron un pie de página en la historia).
No. Fueron hacia cuatro bares de la constelación inasible del Tandil del primer centenario, entre los años veinte y treinta del siglo XX, un tiempo histórico que si es lejano para los que nacimos en el siglo pasado, ¿cómo podían observar ese tiempo ellas, Luisiana Viera, Nahila Aguado y Ana Bayones, e intentar darle un relato, sino como la prehistoria de la historia, un pueblito en sepia ausente en la cartografía simbólica del territorio, con tan sólo el auxilio de ciertas lucecitas tenues enviándoles unas chispas mínimas desde el lecho oscuro del mar de los muertos. Porque el Tandil del centenario quedó en la historia oficial por la estatua de Rodríguez, por la Portada de los italianos y el Morisco de los españoles, por la creación de la Usina, por las primeras dos líneas de colectivos, en fin, por lo que quieran menos por los bares. Y mucho menos, aún, porque los dueños y los parroquianos de los bares del Tandil de copas estaban escribiendo su historia en el agua.
Sin muchas huellas que seguir, con muy poquita bibliografía pero -sobre todo- con suficiente pasión para intentar recrear esa genealogía irrepetible de los bares elegidos (el Bar 9 de Julio, el Bar Ideal, el Bar Tito y el Bar Firpo), Luisina, Nahila y Ana se las ingeniaron para hacer lo que hacen los narradores a partir de la etimología del término. Para narrar (el que sabe, del latín narrare: contar o referir), se debe ante todo saber tender el puente por donde circule el relato, porque así funciona la tradición oral. Así, como funcionó ayer, en modo oralidad pura: tres estudiantes de Turismo contándoles a unas cuarenta personas (compañeras de Facultad, familiares, amigos, algunos curiosos), cómo era el interior profundo de esos bares que aún nos hablan, bares con lenguaje, bares retóricos, por lo tanto las narradoras, ellas, debieron reencarnar la resonancia de las voces del pasado.
Por ejemplo: el dueño del Bar 9 de Julio, que jugaba muy bien al ajedrez, y que no pudo soportar que una mujer le ganara una partida, y de la furia machista que le devoró los sesos decidió al otro día no abrir el boliche; o el policía Kid Lona y la garita de la esquina del Ideal, o la actriz Tita Merello y la pobre Teresita que le fue a recriminar por un consejo amoroso que le dio Tita en la fotonovela Nocturno; o el Indio Solari y los redondos en el Tito, o las costumbres de un bar de barrio como el Firpo (del que lamentablemente ya no queda nada), en fin, ese clima de época es el que ayer, en una guiada polifónica y delante de su docente las tres estudiantes rescataron no del museo de las causas perdidas ni del pozo oscuro de la nostalgia donde yacen los fósiles fantasmales del pasado, sino de la memoria viva, de la médula de la identidad recobrada, ese esplendor chiquito, simple y cotidiano, esa belleza del vivir más lento y el fervor de la amistad que comulgaban aquellos bares sin plasma, sin celulares, sin televisor y por lo general sin radio. Aquellos bares y aquellos parroquianos que seguramente jamás pudieron imaginar que un martes de noviembre, cien años después, tres muchachas ojos de papel y un contingente de hombres y mujeres que las seguían de a pie, con el oído atento, como los integrantes de una patrulla perdida tanteando los pliegues de una galaxia inadvertida, iban a estar hablando de ellos, de sus vidas sencillas en torno a una mesa de café, o un vaso de ginebra, entre personajes de un pintoresquismo imborrable, arquetipos de anécdotas risueñas y menores, esas historias chiquitas que un día, cien años y cinco generaciones después, serían plenas y luminosas leyendas subidas al podio de la posteridad.
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