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Juventud

Dice, haciendo uso de la metáfora, que la Tandilia es como la vida misma. O la corrés o la mirás pasar. Eso dice desde, pongamos, sus casi setenta años. Dice, además, tal vez para contemporizar, que ambas opciones son válidas, pero en realidad esta cuestión no matiza la extremidad de su posición.

Le digo que sería como hablar de las 1000 páginas de Guerra y paz que escribió Tólstoi, o de las otras 3000 y pico de En busca del tiempo perdido, de Proust. Pocos las leyeron, pocos vieron esos libracos tremendos en los estantes de las librerías, y eso no les significó perderse "la vida misma".

Dice, más o menos obstinado, que me entiende, que es la posición de los miles de vecinos que nunca cumplieron el ritual de atravesar el pueblo a la largo de 11.111 metros en todas sus variantes: subidas, bajadas, rectas, pavimento, empedrado, y todo lo que pensaron los pioneros de la prueba para atravesar los paisajes clásicos de la ciudad.

Dice que entiende perfectamente a los que se vienen perdiendo esa maravilla que algunos corren como profesionales, otros como amateurs, otros en modo principiantes y otros van de a pie, como pueden. Dice que él la viene corriendo desde hace más o menos veinte años y que a sus casi setenta compite antes que nada contra sí mismo. Para recibir la vejez sin que se note tanto, dice.

Dice que lo hace feliz no sólo el hecho de correrla, sino la gente, la multitud, enfatiza, apostada a la vera del cordón, esperando. Y que lo hace feliz porque la Tandilia es una fiesta popular y porque para él, dice, y lo dice sin rubor, sin vergüenza, con un íntimo y tal vez legítimo orgullo, ese día, ese atardecer, esa prueba, ese sudor derramado a mares sobre el empedrado, le permite el goce de un acto especial, algo emotivo, algo tocante, el acto, dice, de ser aplaudido una vez en la vida.

Me aplauden, mis vecinos, una vez al año, dice, una vez en la vida de cada año. Y no importa de dónde viene el aplauso: del reconocimiento, del afecto que provoca la mera vecindad, o como efecto réplica pedagógica para las nuevas generaciones: que me aplaudan, dice, tiene un mensaje. El cual sería: vean a este casi viejo, a este jubilado que tranquilamente podría estar como tantos otros jubilados tomando mate en la casa o esperando que pasen los corredores para apoyarlos, darles agua, acercarles una naranja, véanlo arrastrarse con la frente bien alta, hecho percha, sudando la gota gorda, metro por metro por las calles del terruño, portando la épica del esfuerzo, como si en ese acto haya elegido que si le llega a tocar morir en el intento, morirá súbitamente feliz, y llevará en sus retinas, como dijo Perón en su último discurso antes de espichar, la música más maravillosa que para él es la palabra del pueblo tandilero, dice, y con esa cita un tanto extravagante da por concluido el spech.

Correr la Tandilia o mirarla desde la vereda como filosofía de vida responde a una metáfora desmesurada. Pero cada año se repite el ritual de ver algo así como dos mil personas (o más) saliendo de la Movediza y llegando al Dique sin mirar mucho el reloj, o mejor: haciendo retroceder el reloj del tiempo, aunque para hacerlo no sólo les signifique un mayúsculo esfuerzo físico sino también las 60 lucas que tuvieron que poner para correrla, muchos de ellos como quienes corren detrás de la juventud.

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