ÚLTIMO MOMENTO
Dice que cuando decidió irse lo hizo de verdad: no volvió más. Pero nunca más, eh, dice, enfático, que no había en esa decisión ningún sesgo de rencor a la ciudad, que no tenía por qué haberlo ya que al fin de cuentas es ésta la ciudad donde nació.
Dice que terminó la secundaria y se fue. Primero a Buenos Aires, a estudiar, después a Estados Unidos, y que no se arrepiente de haberle metido un tijeretazo al cordón umbilical. Dice que al irse para no volver, por el hecho de la propia juventud, no midió que alguna vez llegaría ese día irrevocable, dictaminado por la muerte de los padres, primero, y la herencia después. Dice que por eso volvió a una ciudad que no termina de reconocer. Dice que no sabe cuánto se quedará, unos días, hasta dejar encaminado el trámite sucesorio que es básicamente la casa donde vivieron sus padres toda la vida, la casa donde él fue niño, la misma casa a la que ni por asomo piensa visitar.
Dice que le dejará la propiedad a una inmobiliaria, y que todo ese asunto de volver lo venía llevando bastante bien hasta que ayer, dice, para matar el tiempo hasta firmar los últimos papeles, se largó a caminar por Colón, al fondo, cerca de su casa de la infancia pero procurando no tocar sus bordes. Le atrajo la idea de vagabundear bajos los tilos, de dejar envolverse otra vez por esa fragancia que, es cierto, le remite a su infancia, tal como lo sabemos por la Magdalena de Proust: siempre hay un olor o un sabor que nos devuelve al tiempo perdido.
Dice que iba vagando en la media tarde por Colón, bajo la sombra apacible de los tilos que tamizaban la insolencia grave del sol de diciembre, cuando llegó a esa esquina que parece borrada por la cartografía, una esquina que atravesó en sus tres etapas (niñez-pubertad-adolescencia), donde la tienda de los turcos maridaba con el almacén de Cacho. Dice que obviamente no reconoció ni la tienda ni el almacén puestos que ambos ya son fantasmas de la arqueología. Pero que mientras intentaba encastrar algo así como medio siglo después los fragmentos astillados de la memoria, una voz de mujer lo atravesó por la mitad, dejándolo congelado, como una estatua viviente, en la vereda.
Dice que la voz le dijo: "¡Eduardo! ¿No me reconocés?". Y que él vaciló, que fueron unos segundos intensos y confusos, hasta que del fondo del precipicio del recuerdo fue subiendo, peldaño a peldaño, el nombre de Mirta, dice, que era una piba del barrio que le gustaba mucho, y que, como todo lo que se refiere a nuestra ciudad, había quedado debidamente sepultada en la necrópolis del pasado, del que ella ahora había resucitado con un precioso vestido azul.
Dice que se dieron un abrazo, que ninguno se movió de la baldosa de esa esquina de la tienda de los turcos, que se quedaron hablando un rato largo de lo que habían hecho y deshecho con sus vidas. Dice que ella le contó que nunca se había ido del barrio; dice que él le contó que vivía en Texas y que nunca había regresado a Tandil. Dice que ambos coincidieron en que la ciudad no era la misma, lo cual es totalmente lógico: nadie es el mismo a la vuelta de la vida.
Dice por fin que Mirta, antes de despedirse, le preguntó si recordaba que en esa esquina ella esperaba el colectivo que la llevaba al centro, a su trabajo en la Tienda La Exposición. Y que tal vez, le dijo Mirta, sin ironía y sin tristeza, que tal vez, Eduardo, si hubieras tenido una mejor idea en los carnavales que emboscarme para tirarme un baldazo de agua, tal vez si hubieras elegido otra forma, una poesía, por ejemplo, para acercarte a hablar conmigo, para conocerme, otra hubiera sido la historia entre nosotros. Dice que él rogó que se lo tragara la tierra, que debió admitir su torpeza para acercarse a las mujeres, y que ahora, como tantas otras cosas, ya era tarde para corregirlas. Dice que ella, quizá para sacarlo del estupor, se rió. Cosas de chicos, le dijo Mirta, mintiéndole para relativizar el bochorno. Después le deseó suerte y empezó a irse despacio, a desvanecerse como un rayito de sol entre el verdor de los tilos y el empedrado lívido donde relumbraba su vestido azul, y que luego él siguió caminando como decía el Gordo Soriano, algo cansado de llevarse puesto, hacia la estación del ferrocarril.
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