Historias VOLVER
Lo debe haber arrancado de alguno de esos árboles que están a medio a camino y en plena loma entre la Diagonal del Parque y la calle Echeverría, y ahora que lo veo con la rama del pino a cuestas se me ocurre pensar que viene con retraso respecto a la tradición: si no me equivoco el árbol de Navidad se arma el 8 de diciembre.
Debe andar por los cuarenta años, exactamente en el punto donde empieza la segunda juventud de la vida, y será por eso que debió tomarse un respiro, como si la rama que en breve será convertida en árbol navideño tuviera para él un peso crístico que lo obligó a sentarse en un banco de la Plaza Moreno y recuperar un poco de aire. Sobre las veredas de la plaza, a izquierda y derecha, se levantan los puestos de la feria de las mujeres emprendedoras, por lo que ha debido cruzar la plaza por adentro hasta que el cansancio lo frenó. Entonces el tipo de la rama, a quien no conozco como se suele decir ni siquiera de vista, saca un cigarrillo del paquete, se palpa en vano los bolsillos de pantalón, y me pregunta con la respiración todavía agitada si tengo fuego.
-No fumo -le digo.
Antes, hace dos, tres, cuatro y hasta cinco años, me daba algo de cosa decirle a un fumador que yo no fumaba. Porque la pregunta seca, corta y puntual no admitía otra respuesta que no fuera del mismo tenor. Uno no podía decirle que no fumaba pero que había fumado, y que por lo tanto lamentaba ciertamente no poder darle fuego, ayudarlo a prender el pucho, habida cuenta de eso que todo fumador sabe: la íntima e incómoda contrariedad que vive el tipo que casi como disculpándose pide fuego y no lo encuentra. Y ahora más que antes, porque ahora -en estos días- fumar se ha convertido en un acto de mala educación, aunque ya no se fume, como fumé yo durante más de treinta años, en los bares, los colectivos, el cine, el teatro, y tantos otros sitios ya completamente prohibidos para el cigarrillo.
-No fumo pero fumé -le digo-. Como un escuerzo, dos atados por día, desde los 16 hasta los 39 años. Ahora hace veinticinco años que dejé el pucho.
Me observa sonriendo. La rama que arrancó del pino cuelga entre el piso y el banco. Es una rama robusta con un follaje generoso e indócil. La imagino con las luces titilando en un rincón del living, y al pie los regalos propios que le dan un sentido al arbolito.
-Tengo que dejar de fumar -dice el tipo.
Le digo que está en el momento justo. Me pregunta cómo hice, habida de cuenta de la hazaña que significa para un fumador empedernido dejar el tabaco.
-Despedí el cigarrillo como se deja un gran amor, con ese mismo dolor, con esa misma pena. Los síntomas de la abstinencia son idénticos. El primer mes estás loco, caminás por las paredes, no podés concebir tu vida sin fumar, es decir sin estar con ella. A los tres meses, la empezás a recordar con una melancolía que duele, pero no te mata. Pasado el año, un día te despertás y ya no está más en tu vida. De vez en cuando te dan ganas de pegar una pitada, que es más o menos como besarla de nuevo o mandarle un mensaje, pero tenés plena consciencia de que una sola pitada te llevará a la ruina. A los cinco años, el tiempo que tardan en limpiarse los pulmones, el cigarrillo no existe más, ni siquiera en esos momentos cruciales que todos los fumadores y ex fumadores sabemos que uno se muere por fumarse un pucho. Pero no existe más de verdad.
El tipo se pone de pie, se cuelga la rama del pino al hombro y todavía con el pucho apagado en los labios dice lo que alguna vez dijimos todos.
-Es cierto, che, es cierto. Pero hay que tener una gran voluntad.
Lo saludo y le digo que aproveche la Navidad y le pida a Papá Noel el regalito en cuestión.
-¿Cuál? -dice.
-Un licor de medio litro de voluntad para volver a empezar de cero.
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