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El raje como problema

Desde hace unos días en cada celular ha aparecido el siguiente mensaje de WhatsApp que dice textualmente así: Abandona los grupos discretamente. En WhatsApp, la privacidad es la prioridad. Solo se notifica a los administradores cuando abandonas un grupo para que puedas irte sin llamar la atención. Toca el menú de tres puntos, selecciona Más y, luego, toca Salir del grupo.

El asunto es irse. Rajarse de la forma más educadamente posible. Es tan noble la aplicación de WhatsApp que ahora nos enseña la forma más imperceptible para tomarnos el buque de los muchos o pocos grupos que habitamos. Es decir, que si primero creó esa aplicación (el grupo) dentro de la Aplicación, ahora crea el procedimiento para no usarlo más, o no usar más ciertos grupos, en caso de que tengamos la costumbre de pertenecer a varias tribus virtuales (la de los Egresados, las Mamis, los Colegas y miles de etcéteras).

Pero claro, WhatsApp no puede hacer magia con las buenas costumbres. También en su aplicación, al momento del raje hay alguien a quien debemos avisar. Uno no puede levantarse e irse así nomás, como si tal cosa, sin notificarle a nadie y -sobre todo- sin saludar a nadie y -mucho menos- sin dar una explicación de la fuga. En WhatsApp también, tal como reza el anuncio, hay que comunicar la decisión a "los administradores". La jerga tiene una leve resonancia de consorcio. El administrador ocupa un rol central en el grupo. Tiene la Autoridad por haberlo creado.

Esta cuestión -la de irse de decenas de reuniones y eventos que nos toca vivir desde, pongamos, la adultez-, si ya es incómoda en la virtualidad, resulta gravemente tensa en la vida real, eso que practicamos cada vez menos: vivir realmente fuera del espacio digital.

Se supone que alguna vez a todo el mundo le ha pasado: querer irse de un lugar, tener una ganas furibundas de irse, por las razones que sean, y no poder hacerlo. ¿Por qué no podemos hacerlo? Para no violentar una norma básica de urbanidad que dice que para irse hay que levantarse de la silla, en medio de una conversación entre varios, ofrecer una excusa para la salida limpia y aceptable del evento y del recinto, saludar uno por uno a los participantes de la reunión, agradecerle al Administrador del evento (el dueño de la casa que puso el quincho para el asado), y, por fin, ganar la calle procurando calmar el ronroneo del cerebro, ese zumbido incesante que sufre -sí, sufre- todo ser con tendencia a la asociabilidad, que no merece ser designado como un ermitaño sino más bien como una persona que a cierta edad sólo le apetece compartir sus palabras y sus silencios con quienes manifiesta una afinidad en gustos, ideas, cosmovisiones, afectos, y con cada vez más escasa tolerancia para los chistes verdes, las conversaciones idiotas, los diálogos banales, etc.

Irse siempre es un tema. Vaya si lo es que hasta quienes crearon la nueva comunicación telefónica (porque el celular es ante todo un teléfono) le han buscado la vuelta para que el trámite sea lo menos traumático posible.

Por el contrario, hay gente que le encanta quedarse. Creo que son la mayoría. A otros nos gusta irnos, por eso siempre nos estamos yendo de algún lugar. Es más, conozco algunos militantes del raje que al momento de llegar al lugar donde han sido invitados buscan estar lo más cerca de la puerta, como el tipo que se ubica en la última fila de butacas del cine para tomarse el pire si la película no le gusta, y no molestar a nadie en la salida.

Contra toda la corrección política y los manuales de urbanidad, el tipo que se va, el que se raja, el que se las toma sin dar explicaciones y ofreciendo un saludo general a la concurrencia, es el más educado de todos. A nadie molesta con su silencio y nadie va a extrañar su repentina ausencia.

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