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Historias desde el Bar Ideal: Inocentes

Ya no las hacen pero las hacían. Las jodas, las bromas, algunas más pesadas que otras. Roque y el Tucu son de esos tipos que observan la vida por etapas. Entonces ahora, a esta edad, en la plena adultez, el Tucu y Roque consideran que no es propio gastarle una joda a nadie, y menos por el Día de los Inocentes. De eso están hablando ahora en la mesa del bar. De los inocentes.

-¿Queda algún inocente en este mundo?

La pregunta de Roque, cargada de cinismo, es demasiada incisiva para el intelecto del Tucu. Como ya sabemos, convicto y confeso amante de las verdades fáciles y los lugares comunes, para el Tucu no hay matices, no hay grises. Por eso dice categóricamente que no. Que no quedan inocentes, y mucho menos santos inocentes en este mundo. Salvo los niños, pero a los niños no se los carga, no se les hace una joda, ya que la joda, precisamente, consiste en eso: en burlarse de la candidez de un adulto. Eso significa -para quienes todavía profesan la gestión de la burla- el acto de tenderle una broma a un adulto el día de los Inocentes, cifrado en el calendario con el imperecedero 28 de diciembre.

Les pido, entonces, que entren al túnel del Tiempo. Que evoquen la figura de un experto en burlarse del inocente: el recordado Homero Fortunato. El Bar Ideal, su memoria histórica, lo recuerda perfectamente. Recuerda el día que Homero se subió al techo del edificio de la compañía de seguros El Centinela (hoy sede regional de Anses) portando un rifle de aire comprimido con balines del 5 y medio. Que acostado sobre las chapas como un francotirador de saco y corbata apuntó a la esquina de Pinto y Rodríguez, unos 25 a 30 metros del objetivo. Apuntó, les recuerdo, al vértice exacto, al lado del semáforo, a un metro de la mismísima puerta del Ideal, donde se aposentaba el Globero, el marido de la Globera (primera trapito de la ciudad). El Globero se ganaba la vida vendiendo sus globos de cumpleaños a los niños, y ese día de 1975 creyó que un embrujo del demonio había caído sobre él cuando de la nada misma todos sus globos empezaron a reventarse, de uno en uno, deshaciéndose en el aire. Cuando no le quedó un solo globo vivo, el Globero, desesperado, empezó a correr y desapareció entre los árboles de la plaza. Homero Fortunato, que Dios lo perdone -si es que lo perdona- se bajó del techo de El Centinela, disimuló el rifle entre los pliegues del saco y se marchó, silencioso y feliz hacia la óptica de Foto Rembrandt, como ocurría cada vez que le arruinaba el día a alguien con sus jodas desmesuradas.

Podría decirse que para él, para Homero, cada día era el Día de los Inocentes. Tuvo suerte. Si hubiera vivido en este tiempo, en alguna de sus jodas temerarias lo habrían mandado directo al cementerio.

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